lunes, 12 de febrero de 2018

LAS URGENCIAS DEL HOSPITAL, A DEBATE

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Les adelantamos que el comentario de hoy generará división de opiniones entre ustedes. Y es que traemos al servicio de urgencias de los hospitales en general y el nuestro en particular para su debate, y está claro que no es un tema menor. Naturalmente, dependiendo del grado de uso que cada uno de nosotros hayamos demandado de este servicio, así será nuestra valoración. El hecho de que las urgencias de los hospitales se hayan convertido de un tiempo a esta parte en la consulta con el médico de cabecera o de familia, que seamos miles los usuarios que hemos decidido acudir a urgencias porque sabemos de antemano que saldremos de ellas con el diagnóstico y la medicación que nos sanará de la enfermedad que padecemos y así evitamos la visita al consultorio de salud que nos corresponda para luego ser derivados al hospital para ser revisados con más profundidad. Esto lo hemos aprendido rápidamente y no perdemos tiempo en plantearnos siquiera acudir a las urgencias con el niño y sus anginas o con el dolor de espalda que arrastramos desde hace días. Y si este manifiesto abuso de la sanidad pública continúa aumentando, por supuesto que los días festivos y los fines de semana se colapsa. Es más, detectados están los profesionales de las urgencias, que es como se conoce a los que acuden invariablemente las jornadas de descanso, que, repetimos, son siempre los mismos, los que más derechos aseguran tener y los que a lo largo de sus vidas no han pagado una sola cuota a la Seguridad Social. Allí acuden, acompañados por un buen número de familiares que ocupan la sala de espera, y con actitud retadora. Estos son los más beneficiados del servicio público de salud, ya que, como los empleados están deseando perderlos de vista, son los primeros en ser atendidos y tratados de sus supuestas molestias.

Dicho esto, entenderán ustedes que, cuando aparecen situaciones como la aparición o llegada de la gripe o cualquier otra enfermedad de este tipo, las urgencias pierdan el espíritu para el que fueron creadas, que no son otra cosa que acudir en ayuda del ciudadano que demande asistencia urgente para la enfermedad que padece y que pueden ir desde un infarto, un ictus, una subida de tensión o un problema traumatológico. Aunque anunciado está en las salas de espera que, por tratarse de un servicio médico de características tan concretas, los enfermos serán atendidos por estricto orden, no de llegada y sí de la peligrosidad de mal que les aqueja, que nadie crea que sirve de algo, porque se equivoca. El control de las llegadas las llevan los que esperan y están pendientes de si pasa alguien a consulta antes que ellos y de poco servirá que se lo justifiquen. Entender que los sanitarios y los empleados que allí se trabajan están en bajo presión permanente no parece exagerado, y podemos asegurar que no pasa un día en el que no hayan intervenido los vigilantes jurados para controlar a quienes intentan obviar los controles propios de un servicio que, entre otras cosas, demanda tranquilidad para desarrollar su tarea con un margen de seguridad mínimo. Por lo tanto, si los servicios de urgencia de los hospitales no cumplen con las expectativas que la ciudadanía espera de ellos, buena parte de la responsabilidad recae en los usuarios; no en todos, ciertamente, pero sí en quienes hacen de este servicio un uso inadecuado. Llegados a este punto, interpretar lo que ocurre en algunos de estos centros sanitarios, sobre todo cuando fallece algún enfermo que no fue atendido en tiempo y forma, quizá lo interpretemos más justamente. Por supuesto que deberán ser revisados los protocolos, las normas que los rigen, los enfermos que demandan asistencia y el sistema en general, pero como no se evite la actual forma de recepción de las demandas de consultas, de nada servirá plantearse ninguna medida.