Que los trabajadores y los
colectivos que vean amenazados sus derechos se echen a la calle a mostrar su
disconformidad y exigirlos en la vía pública, es algo que está asumido
socialmente y nadie se extraña de que esto ocurra cada vez más regularmente. No
obstante, que sean los jueces los que decidan mostrar su desacuerdo con el
Ejecutivo con un paro en sus dedicaciones, desde luego que no es nada normal y
que confirma el divorcio existente entre el Gobierno y la Judicatura. De entre
sus reivindicaciones, dos importantes; una, la exigencia de la separación de
poderes; otra, la modernización de los juzgados. La actualidad y la realidad de
estos servidores públicos es que su honestidad y compromiso social están por
los suelos porque la calle, siempre despiadada y frívola cuando de criticar a
los demás se trata, ya los juzgó a ellos y de qué forma. Evidentemente, el
desconocimiento nos hace osados y de ahí que la opinión generalizada es que
están vendidos y que con sus decisiones confirman la existencia de una justicia
de varias categorías. Lo que no sabemos, o no nos interesa conocer, es que su
responsabilidad se limita a juzgar los asuntos que deben resolver con unos
leyes que ellos no han redactado y que emanan de los políticos, que son los que
finalmente legislan, es decir, los responsables de las penas que deben recibir
los transgresores de las leyes por los cargos que se les imputen. De ahí que
cuando a alguien se le ocurre exigir sentencias ejemplares o ejemplarizantes
porque los casos juzgados entienden que son merecedores de ello, recordarles
que la Justicia debes ser justa y en
ningún caso debe servir para acallar las quejas o gritos de la calle.
Otra cosa es que el viejo dicho popular que afirma “que el que hizo la ley,
hizo la trampa”, consolide la idea que entre la ciudadanía se tiene de algunas
sentencias judiciales ligadas a la corrupción, tan de moda entre nosotros y
especialmente entre la clase política. De hecho, no faltan los que aseguran
que, como es la clase política que la legisla, dictan el articulado de las
leyes a su conveniencia, es decir, para que cuando se vean frente a un tribunal
antes hayan preparado su libertad sin cargos y sin fianza.
Los jueces claman justicia
para ellos, respeto para su tarea y responsabilidad política para sus
decisiones. El hecho de que actualmente la mayoría de los juzgados estén
colapsados por la acumulación de trabajo y falta de equipamiento técnico y de
personal capacitado para dinamizarla y actualizarla, además de unas
instalaciones adecuadas a lo que guardan, nos avisa de que estamos a punto de
alcanzar máximos de incompetencia desconocidos; la otra queja, la que exige la
separación de poderes entre el Consejo General del Poder Judicial y los partidos políticos, para que no sean ellos
los que quitan y ponen jueces y los que indirectamente los controlan y dirigen,
por vergonzosa y poco democrática, debía aprobarse mañana mismo. Si hasta ahora
ninguna de las dos reivindicaciones que les han obligado a manifestar su
disconformidad en la calle las han conseguido, desde luego que no habrá sido
porque no hayan puesto empeño y dedicado tiempo y esfuerzo a su consecución. Lo
que ocurre es que se enfrentan, como Don Quijote, “a la Iglesia”, y hasta ahí
podíamos llegar. Así, mientras que para el cuerpo judicial se trata de
exigencias mínimas y posibles para su colectivo, la clase política las califica
de excesivas. Está claro, por tanto, que fácil no va a ser, que la lucha será a
largo plazo y que su resultado sigue siendo una incógnita, al menos en lo
referente a la separación de poderes. El tiempo será quien nos acabe contando
el final de la historia. Mientras, nuestra incondicional solidaridad con todos
ellos y ellas.