Estamos convencidos de que el hombre que infringe malos tratos a su esposa o compañera, e incluso a las mujeres sin importarle el grado de proximidad o parentesco, es que está convencido de que se trata de un ser menor, de una persona de escasa importancia sobre la que puede descargar todas sus deficiencias personales, sus sufrimientos de la infancia, las palizas que le dieron en casa o en el colegio o las burlas que le hacían sus amiguitos, porque este tipo de personalidades presentan grandes defectos estructurales y emocionales, justo los que los diferencian de quienes, como la inmensa mayoría, son conscientes de que no existen personas mejores o peores por razones de sexo. No obstante, desde esta perspectiva de supuesta prevalencia del hombre sobre la mujer, estos agresivos desquiciados las someten a todo tipo de presiones, especialmente las que tienen que ver con su estabilidad psíquica e integridad física, aunque tienen por costumbre usar de un variado abanico de menosprecios. La mujer debe aceptar que es urgente acabar con este sin vivir, especialmente cuando de por medio existen otros miembros de la familia, donde destacan por su indefensión los niños, y la situación se complica enormemente, puesto que casi en todos los casos forman parte del ir y venir de las acusaciones que se producen entre ambos, cuando no objetivo de castigos y palizas.
Desde aquí es posible no que entendamos el ambiente familiar en el que conviven las parejas, siempre bajo presión y con miedo y recelo por los altibajos emocionales por los que suelen pasar los maltratadores, pero sí que encontremos un punto de referencia desde el que reclamar más responsabilidad en nombre de los que padecen esta situación. Entre otras razones, porque permitir que su compañero la someta a todo tipo de menosprecios y le propine a diario palizas, y esperar a que siente la cabeza y admita no sólo que así es imposible mantener una relación, sino que no está dispuesta a seguir sometida, no parece que sea algo a lo que no pueda acceder a la primera oportunidad que tenga. Y más cuando debe o debía tener asumido que este tipo de personas son casi irrecuperables para una sociedad que cada vez tiene más claro el rechazo y la tolerancia cero a los maltratadotes.
Afortunadamente, desde hace unos años venimos asistiendo a una paulatina pero esperanzadora implantación del sentido común entre la clase política y la sociedad, lo que ha dado a lugar, entre otras decisiones de gran relevancia, a la aprobación de la ley contra la violencia de género, que aunque lentamente está dando sus frutos y de la que actualmente se benefician infinidad de mujeres maltratadas. Naturalmente, hay que seguir en la línea de fuego en la que nos encontramos al mismo tiempo que nos concienciamos que la mujer por sí sola no siempre es capaz de resolver su problema. Para ella, su historia es como un callejón de complicada salida y no siempre está dispuesta a recorrerlo en busca de la libertad que tanto necesita. Sin embargo, quizá no sepa que dispone de una excepcional ayuda incluso de personas que posiblemente ni conozca, pero que viven a pocos metros y que saben de su problema casi tanto como ella. Efectivamente, son sus vecinos. Ellas y ellos, por otra parte y aunque no lo acepten, juegan un gran papel en esta desagradable historia, porque tienen la gran oportunidad de acabar con los maltratadores simplemente informando a la autoridad competente sobre los acontecimientos que se desarrollan en el piso de al lado a diario. Aceptamos que no es sencillo delatar al vecino si tenemos en cuenta que está obligado a enfrentarse a él mientras dure el proceso judicial, pero a la espera de que se solucione este problema y pueda acusarse sin necesidad de que su nombre forme parte del sumario, es evidente que no puede cruzarse de brazos ante semejante salvajada.
No creemos que sea necesario recordarles a ustedes que las mujeres en general necesitan ayuda, y muy especialmente las que se encuentran sumidas en el pozo sin fondo de los malos tratos. En la mayoría de los casos su problema es suyo y de nadie más, porque no pueden compartirlo ni con la familia y menos con las amistades; tampoco pueden denunciar al maltratador y seguir viviendo bajo el mismo techo, porque son conscientes de que su vida peligra. Por otra parte, el apartado económico acaba siendo decisivo cuando la mujer no dispone de un trabajo que le permita emanciparse económicamente del marido o el compañero, y más sabiendo que infinidad de ellos eluden la responsabilidad del pago de las pensiones que les han sido impuestas por un juez. Como ven, sencillo no es. Cierto que se han dado grandes pasos hacia la libertad de algunas mujeres, pero en muchos casos con un costo personal desproporcionado. Desde aquí, por todo esto, nuestro cariño para todas las mujeres que sufren las salvajes perversiones de sus compañeros. Muchas de ellas, concretamente sesenta y siete, no pueden escucharnos porque se han quedado en el camino a lo largo de este año. Ojalá su muerte sirva para concienciarnos a todas y todos de que no podemos ni debemos asistir a esta masacre sin hacer nada.