Como les hemos comentado en varias ocasiones, la Dirección General
de Tráfico tiene previsto incorporar nuevas normas a las que están en vigor
que, así se anuncian, vendrán a reconocer la realidad del tráfico hoy. De entre
estas incorporaciones, destacar la que ha sido la última en llegar, y que pretende
elevar la velocidad máxima hasta ciento treinta kilómetros por hora en donde
las autovías y autopistas lo permitan de forma circunstancial y controlada, porque
influirán factores como la meteorología o la densidad de tráfico que registran
estas vías para decidir un máximo u otro. Por otra parte, como si se tratara de
invitar a que usemos las carreteras de primer orden en detrimento de las de segundo
o tercero, reducirían la velocidad en diez y veinte kilómetros en este tipo de
carreteras. En cuanto a las ciudades, su intención es la convencernos de que a
veinte por hora iríamos bien. Está claro que la propuesta rompe con las medidas
implantadas en 2004, que tenían como objetivo reducir el número y la mortalidad
de los accidentes de carretera mediante la disminución del límite de velocidad.
El anterior Gobierno redujo de manera contundente la siniestralidad con un
planteamiento elemental, ya que, aumentar la velocidad en un uno por ciento,
supone un crecimiento de un cuatro por ciento de la mortalidad. Consecuentemente,
ateniéndose estrictamente a esta sencilla fórmula, lo que tienen previsto es
optar por la vía inversa, es decir, aumentar la velocidad.
Sin embargo, no siempre las cosas son tan sencillas
ni el análisis completo acaba suponiendo un éxito, entre otras razones porque
ocultar los límites de la misma redundaría en fracaso. Tampoco es posible
decidirse por rebajar continuamente la velocidad y, cuando creamos haber
conseguido la referencia adecuada, los accidentes disminuirán por sí
mismos. Las limitaciones explican por
qué la lucha contra los accidentes y la mortalidad tenía que complementarse con
otras políticas, como es el caso de la mejora de las carreteras de doble
dirección, la modernización del parque automovilístico o una formación mejor y
más intensa de los conductores. No obstante, nuestros dirigentes no reconocen estas
opciones que, sin ninguna duda, tienen importantes costes políticos y
económicos. De lo que nosotros estamos convencidos es que la propuesta del
Gobierno carece de propósito definido o consistente para los objetivos que
plantea.
Y es que, lo queramos o no, el aumento de la
velocidad máxima en diez kilómetros por hora en autovías y autopistas no
resuelve por sí mismo la enorme paradoja que se da entre la potencia de los
motores y la limitación de la velocidad máxima; ni satisfará a los conductores
más agresivos. Tampoco puede afirmarse que de esta manera aumentará la seguridad
en las autovías, porque, además de las consecuencias que se derivan de la
velocidad en caso de accidente, los usuarios entenderán que pueden circular un
poco más rápido de lo permitido. Y si se trata de los límites de las carreteras
secundarias a las que antes nos hemos referido, que sería como máximo de
noventa kilómetros por hora, es evidente que demanda de un trabajo previo en el
que queden claros los objetivos y los resultados que se esperan. Al menos para
nosotros, no acabamos de interpretar correctamente la propuesta del Gobierno
teniendo en cuenta las deficiencias que nos encontramos en las carreteras y la
realidad de la circulación rodada.
Las medidas previstas que conoceremos esta
primavera, de acuerdo con los anuncios que viene haciendo la Dirección General
de Tráfico, prometen importantes y trascendentes cambios. Uno de ellos, por
ejemplo, es que no se harán distinciones en ningún conductor cuando de
abrocharse el cinturón se trate. Otro, que se ilegalizarán los detectores de
radares. Ya veremos.
