viernes, 15 de marzo de 2013

AUMENTAR LA VELOCIDAD SIN MÁS ES AÑADIR PELIGRO A LA CONDUCCIÓN

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Como les hemos comentado en varias ocasiones, la Dirección General de Tráfico tiene previsto incorporar nuevas normas a las que están en vigor que, así se anuncian, vendrán a reconocer la realidad del tráfico hoy. De entre estas incorporaciones, destacar la que ha sido la última en llegar, y que pretende elevar la velocidad máxima hasta ciento treinta kilómetros por hora en donde las autovías y autopistas lo permitan de forma circunstancial y controlada, porque influirán factores como la meteorología o la densidad de tráfico que registran estas vías para decidir un máximo u otro. Por otra parte, como si se tratara de invitar a que usemos las carreteras de primer orden en detrimento de las de segundo o tercero, reducirían la velocidad en diez y veinte kilómetros en este tipo de carreteras. En cuanto a las ciudades, su intención es la convencernos de que a veinte por hora iríamos bien. Está claro que la propuesta rompe con las medidas implantadas en 2004, que tenían como objetivo reducir el número y la mortalidad de los accidentes de carretera mediante la disminución del límite de velocidad. El anterior Gobierno redujo de manera contundente la siniestralidad con un planteamiento elemental, ya que, aumentar la velocidad en un uno por ciento, supone un crecimiento de un cuatro por ciento de la mortalidad. Consecuentemente, ateniéndose estrictamente a esta sencilla fórmula, lo que tienen previsto es optar por la vía inversa, es decir, aumentar la velocidad.


Sin embargo, no siempre las cosas son tan sencillas ni el análisis completo acaba suponiendo un éxito, entre otras razones porque ocultar los límites de la misma redundaría en fracaso. Tampoco es posible decidirse por rebajar continuamente la velocidad y, cuando creamos haber conseguido la referencia adecuada, los accidentes disminuirán por sí mismos.  Las limitaciones explican por qué la lucha contra los accidentes y la mortalidad tenía que complementarse con otras políticas, como es el caso de la mejora de las carreteras de doble dirección, la modernización del parque automovilístico o una formación mejor y más intensa de los conductores. No obstante, nuestros dirigentes no reconocen estas opciones que, sin ninguna duda, tienen importantes costes políticos y económicos. De lo que nosotros estamos convencidos es que la propuesta del Gobierno carece de propósito definido o consistente para los objetivos que plantea.

Y es que, lo queramos o no, el aumento de la velocidad máxima en diez kilómetros por hora en autovías y autopistas no resuelve por sí mismo la enorme paradoja que se da entre la potencia de los motores y la limitación de la velocidad máxima; ni satisfará a los conductores más agresivos. Tampoco puede afirmarse que de esta manera aumentará la seguridad en las autovías, porque, además de las consecuencias que se derivan de la velocidad en caso de accidente, los usuarios entenderán que pueden circular un poco más rápido de lo permitido. Y si se trata de los límites de las carreteras secundarias a las que antes nos hemos referido, que sería como máximo de noventa kilómetros por hora, es evidente que demanda de un trabajo previo en el que queden claros los objetivos y los resultados que se esperan. Al menos para nosotros, no acabamos de interpretar correctamente la propuesta del Gobierno teniendo en cuenta las deficiencias que nos encontramos en las carreteras y la realidad de la circulación rodada.

Las medidas previstas que conoceremos esta primavera, de acuerdo con los anuncios que viene haciendo la Dirección General de Tráfico, prometen importantes y trascendentes cambios. Uno de ellos, por ejemplo, es que no se harán distinciones en ningún conductor cuando de abrocharse el cinturón se trate. Otro, que se ilegalizarán los detectores de radares. Ya veremos.