Lo de los juegos de azar, denominados
médicamente como ludopatía, no cesa en su empeño de conseguir adeptos. Por el
momento, de las cifras que hemos entresacado de los datos oficiales que ha
aportado el propio Gobierno, nada menos que cuatrocientas mil personas en
nuestro país han perdido todo su patrimonio apostando en todo tipo de máquinas,
ruletas, juegos de cartas, bingos presenciales y on line, a los que debemos unir el que ahora se pueda jugar al
póquer a través de la televisión. En definitiva, una industria que ha sabido renovarse
y captar nuestra atención, y que debe conocer a fondo la neurona del juego que
todos llevamos dentro y que, martilleando de forma continuada, ha acabado atrayendo a millones de personas. Ya lo saben:
cuatrocientas mil lo han perdido todo apostando allí donde pueden y los dejan.
Afortunadamente, no faltan datos
sobre la recuperación de los jugadores empedernidos que andan sometidos a
terapias especializadas que les van reciclando no sin dificultades, pero que
por el momento dan resultados positivos. Antes, fundamental es que ellos y
ellas reconozcan su adicción, porque de otra forma no es posible. Y aquí reside
parte del problema, puesto que en muy pocas ocasiones son ellos mismos los que
demandan ayuda. La mayor parte acude a las asociaciones y centros
especializados acompañados de su familia, a la que previamente han sometido a
sus necesidades incontroladas y a la que han acabado dejando sin blanca. Dicen
los entendidos que a la ludopatía se llega ensayando, es decir, que no se trata
de algo que nos acompañe desde que nacemos y sí que necesita de entrenamiento diario. Y es precisamente desde
esta premisa desde donde mejor parece que se controla al jugador, que antes
debe reconocerse como enfermo y estar dispuesto a recibir la terapia que le
llega casi siempre de otro jugador que afortunadamente se ha recuperado y que
entrega su tiempo a cambio de la mejora de otra persona que sufre el calvario
del que él se emancipó.
Las tragedias familiares que ha
causado el juego en nuestro país se pueden contar por muchos miles, como miles
son también los millones de euros que se han jugado a cambio de que el día
menos pensado las suerte les sonría. No saben o no quieren saber estas personas
que, como juego controlado que busca por encima de cualquier otra necesidad el
enriquecimiento de quien lo explota, ganarle a la máquina es sencillamente
imposible. Es cierto que de vez en cuando salta la sorpresa y el jugador
consigue el premio mayor, pero es tal su necesidad, tal su vicio, que acaba
metiendo en la ranura todo lo conseguido y se va a casa finalmente vencido. Consecuentemente,
comprobando la estadística y el mal causado, no entendemos la decisión del
Ejecutivo de prácticamente abrir la veda del juego y permitir que cientos de
empresas salgan a la calle a la caza y captura de estos ingenuos, sobre todo
porque mientras unos, la mayoría, se enriquecen, que no son otros que las
empresas, el resto sencillamente se arruina.
Desde hace un par de meses, ni
siquiera es necesario que salgamos a la calle en busca del bingo más cercano o
de la maquinita del bar que tenemos cerca, porque desde el sillón de casa,
delante del televisor y mediante sencillas fórmulas, quienes gusten de jugarse
unas partiditas lo tienen facilísimo. O al menos eso es lo que anuncian, porque
eso de que tengamos de dar nuestro número de cuenta a quien ni siquiera
conocemos, que permitamos que nos hagan un chequeo sobre cómo somos, dónde
vivimos y demás, nos parece excesivo y muy peligroso. Si nos permiten el
consejo, aléjense del juego cuanto antes. Entre otras cosas, porque no
conocemos a nadie ni la historia tampoco que se haya enriquecido usando de los
juegos de azar para ello. Eso sí, con las excepciones de las loterías de todo
tipo que tenemos a nuestra disposición, aunque siguen siendo más los que
pierden que los que ganan.
