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Una
vez recorridos los lugares habituales en los que nos hemos congregado
este hermoso y soleado fin de semana, estamos en condiciones de
asegurar, luego del tiempo de reflexión que una realidad tan
sangrante merece, que no, que no hemos sido capaces tampoco en
esta ocasión de darle la vuelta al contrastado mal comportamiento
con el que solemos tratar a la naturaleza cuando nos hace falta para
ociar con los nuestros. Con esto queremos decir que estos días
festivos tampoco hemos cambiado nuestro comportamiento y hemos vuelto
a dejar el espacio ocupado junto con amigos y familiares en
condiciones pésimas.
Es decir, que hemos mostrado nuestra peor cara, propia de gentes con escasísimos recursos intelectuales, y dejado constancia de nuestras verdaderas intenciones para cuando decidimos que el campo está para divertirse y que lo de recoger nuestra basura es algo que sencillamente no va con nosotros. Que estos días se hayan quedado en el camino de vuelta a casa miles de botellas de plástico, latas, papel y cristal no es una apreciación exagerada; de hecho ha sido tal el cúmulo de detritus, que supondrá un daño mantenido por años y años que dificultará enormemente el desarrollo de la flora de nuestro entorno más próximo.
Desde
luego si lo que pretendíamos era marcar distancias con años
anteriores o ser ejemplo de comportamiento cívico en nuestro
encuentro con la naturaleza, es evidente que no lo hemos conseguido.
Por lo que sabemos, la recuperación de las zonas dañadas, en caso
de que sea posible, que ese es otro cantar, serán necesarios unos
cuantos años, pero no uno o dos, o cinco o seis, no; como mínimo,
si por medio se encuentran latas y botellas de plástico, unos veinte
millones… de años, que es justo el tiempo que necesitan estos
elementos para ser engullidos definitivamente por la naturaleza.
Cuando se genera la discusión sobre nuestra sierra, cuando el parque
natural sale a la palestra y se convierte en tema de conversación,
parece que nos sale la vena patriótica y seríamos capaces
debatirnos en duelo si a alguien se le ocurriera poner en duda que se
trata de un entorno único, de paisajes inigualables y de sabores y
olores impagables. Sin embargo, estos mismos defensores a ultranza de
lo que aseguran que es suyo, en cuanto tienen oportunidad, en cuanto
visitan algún rincón del parque, lo primero que hacen es dejar su
indeleble huella en forma de todo tipo de basuras de todos los
colores y de todos los tamaños, y materiales propios del ser humano
moderno. Debe ser cosa de no reconocerle a los que vienen de fuera
capacidad de observación o sensibilidad alguna ante tan majestuoso
paisaje, porque lo de dañarlo siempre que tienen oportunidad es algo
muy nuestro, muy de nosotros, que se supone que lo defendemos a capa
y espada allá donde haga falta.
Desgraciadamente,
un año más nos hemos vuelto a equivocar. Hemos vuelto a dejar
constancia de que allí estuvimos nosotros. Nos hemos preocupado y
mucho de que por unos años el lugar escogido sea reconocido por
propios y extraños como una leonera en la que se ha detenido la
vida. Sólo faltaría que los habituales, es decir, los que una vez
la marabunta ha pasado y se ha trasladado a sus hogares, los que se
encargan de ir recogiendo la porquería que hemos ido dejando como
reguero de pólvora de forma altruista, recibieran encima las quejas
de quienes gustarían que respetaran su espacio. Las huellas que
hemos ido dejado a nuestro paso de ida y vuelta suponen un daño de
gran importancia para nuestro entorno natural y alguien debería
decirnos, de la única forma que conocemos genera la atención de los
infractores, que serán denunciados por su indecencia y maltrato a la
naturaleza. Y además de forma contundente y, si es posible,
ejemplar, porque estamos convencidos de que no existe fórmula más
mágica que no sea rascarse el bolsillo para frenar de una vez la
sangrante actitud de quienes habitualmente dedican parte de su tiempo
de ocio a dañar lo que no es suyo y que, sin embargo, debemos pagar
entre todos.