El
planteamiento que hoy traemos a su consideración no es nuevo. Al
contrario, viene de lejos y casi siempre con la misma argumentación,
por lo que seguro que lo conocen y nos permite llegar a consenso casi
desde el principio. Se trata de la situación de desamparo en la que
viven miles de familias en nuestro país y que tanto daño les está
produciendo. Hambre, escasez máxima de dinero, embargos bancarios,
enfermedades ligadas a las penurias económicas que padecen,
especialmente entre los niños, perspectivas inexistentes… Es
decir, situaciones que conocemos más que de sobra y que, de hecho,
nos obligan a participar al menos en paliarlas, que no otra cosa
podemos hacer que no sea eso: echar una mano en lo que nos podamos
permitir. Y eso es algo que hemos hecho siempre y que seguro
seguiremos haciendo mientras podamos.
Sin
embargo, ¿por qué tenemos que ser nosotros los que debamos asumir
el mal momento que atraviesan estas familias? ¿Por qué se ven
obligadas a pedir limosna para sobrevivir en tiempos tan difíciles?
En principio, como ya hemos dicho, lo de menos es que participemos
activamente en dotar a cuantas más personas mejor de alimentos y
otros elementos imprescindibles en casa; lo que de verdad nos
interesa es conocer lo que hacen los que han roto todos los platos
que teníamos y que nosotros estamos pagando a precio de oro. Como
hemos tenido oportunidad de decir en otras ocasiones, las personas
que ahora sufren indefensión por la falta de oportunidades para
encontrar un trabajo que les permita vivir con algo de dignidad, que
nosotros sepamos, su mayor error consistió en creer que los tiempos
de bonanza que vivimos hace solo unos años se mantendrían de por
vida. Por eso adquirieron una vivienda, un coche y algún que otro
capricho que pudieron evitar, pero en ningún caso lo hicieron solos,
porque recordemos que los bancos, esos mismos que ahora les cierran
el paso a cualquier opción y les amargan la vida reclamándoles el
dinero de los plazos hipotecarios adeudados a cualquier hora del día
y de la noche, no hace tanto que se los metían en el bolsillo casi
sin firmar.
Por
todo esto, los que gritan justicia y denuncian a las personas que en
su momento tuvieron la potestad de parar la máquina de hacer dinero
que fue nuestro país entre el año 2003 y la mitad del 2007, piden
responsabilidades convencidos de que no deben ni pueden irse de
rositas cuanto tanto mal han acumulado. Precisamente por esto, cuando
observamos cómo trata la vida a estos ejecutivos, que asumen cargos
de gran responsabilidad con sueldos de ensueño, que nadie les
reclama sus errores y que pasean por donde les viene en gana con toda
comodidad, sospechar que algo va mal en nuestro país es lo menos que
se puede deducir ante tanta injusticia. Y me digan nada del papel que
juega la Justicia en este asunto, que más bien parece que ni sabe ni
quiere saber. Es más, en el momento en el que algún juez decide
intervenir en la vida profesional de alguno de estos mangantes de
guante blanco, no tardan en salir escaldados, y no hace falta que
demos nombres porque de sobra son conocidos algunos de ellos.
Dicho
esto: ¿para qué sirven unas instituciones que nos cuestan miles de
millones? ¿Para qué los ministerios gubernamentales que tienen que
ver con la vivienda, el bienestar social, con la sanidad y la
educación, por ejemplo, si lo único que les vemos hacer es echar
gente a la calle, permitir que las personas no perciban el servicio
médico que merecen, que la educación la puedan recibir solo unos
pocos y que hayan sido millones los que lo han perdido todo debido a
sus políticas sociales? ¿Cómo se entiende que quien está obligado
por cargo y sueldo a mejorarnos la vida, a lo único que se dedica es
a todo lo contrario? Entonces, ¿para qué los queremos si es
evidente que no nos sirven para nada?