A
veces nos extraña que la clase política se extrañe, y no es un
juego de palabras, de cómo la sociedad en general viene respondiendo
a las políticas económicas del Gobierno. Las manifestaciones que
vienen convocándose y desarrollándose desde hace unos años de
forma continuada, y que ha elevado el número de ellas hasta cifras
insospechadas, y que no son otra cosa que la contestación de la
calle a las decisiones de la clase política, porque aseguran que no
los tienen en cuenta a la hora de decidir a qué servicios tienen
derecho, representan un auténtico problema a todos los niveles,
desde el nefasto escaparate que supone para el exterior y no menos la
pérdida de dinamización que padecen las grandes ciudades en las que
tienen lugar estas concentraciones. Suponemos que ante tanta demanda
y exigencias, ante tanta pancarta al aire recorriendo calles y
avenidas exigiendo lo que dicen que es suyo, con todo lo que supone
la presencia de tantas miles de personas gritando justicia, habrá
influido decisivamente en el Gobierno para la redacción de una nueva
ley que regulará de forma concreta, y parece que muy restrictiva,
las huelgas y las manifestaciones.
Por
lo que escuchamos de un lado y de otro, por lo que aseguran unos y
desmienten otros, parece que el dinero será el encargado de frenar
los ímpetus de quienes entienden que, cuando no se trabaja por y
para ellos y sus necesidades, nada mejor que decirlo en público. Con
esto queremos decir que cuando se apruebe en el Congreso de los
Diputados esta ley, y recordemos que el Partido Popular tiene
diputados más que de sobra para conseguirlo sin necesidad de pactar
con nadie, las cosas van a cambiar como de la noche al día. Y todo
porque se denunciará primero y se multará después a quienes
decidan salir a la calle a manifestar su descontento. Y se hará de
forma contundente, porque el palo que darán a nuestra maltrecha
economía obligará a muchos a ingresar en prisión, ya que les será
imposible desprenderse de los miles de euros que quieren restarle de
su casi inexistente cuenta corriente.
Por
el momento, solo el Gobierno y el Partido Popular apoya la
implantación de esta ley tal y como está redactada; enfrente, desde
la calle como tal, asociaciones de jueces la rechazan porque no
entienden ni justifican la necesidad de imponer una ley que cercena
las libertades del pueblo reflejadas en la Constitución y que los
españoles han conseguido no sin esfuerzo. El resto de partidos
políticos con representación popular presentan batalla hasta donde
les es posible, conscientes de que su oposición no tiene más valor
que la de dejar constancia pública de no estar de acuerdo con las
decisiones del partido mayoritario. Desde luego, una vez la
ciudadanía ha mostrado sus posibilidades de concentración y de
sacrificio en la marcha de la dignidad desarrollada este fin de
semana pasado en la capital de España, que el Ejecutivo tenga
prevista la aprobación de un texto que limitará exageradamente la
libertad de movimiento y de manifestación de los ciudadanos, es lo
lógico. Otra cosa es que la presión social que en estos momentos se
ejerce sobre esta organización política para que no se apruebe, al
menos con el contenido actual, surta efecto, que en palabras de los
habituales comentaristas de la actualidad no parece que se vaya a
conseguir nada.
Lo
que sí parece que debía controlarse a favor de una mejor
convivencia y la aplicación del sentido común por las partes
enfrentadas, es decir, el Gobierno y quienes no están de acuerdo con
sus decisiones, es que se evite la presencia de quienes no tienen
otra finalidad que la de alterar el orden público, que a veces no
faltan voces que aseguran que estos alborotadores son profesionales
que fichan los propios partidos políticos con el objetivo de echar
abajo cualquier reclamación justa y, sobre todo, que el jaleo y el
daño sea tanto que se deteriore cualquier petición que la calle
haga a sus representantes políticos. Dicho queda.