El
alcohol sigue siendo el gran enemigo de la conducción. Y se
comprende si conocemos los datos de accidentalidad que se controlan
por esta causa. Es más, de entre las medidas o normas que se han
acomodado en el Código de la Circulación desde este mismo mes de
abril, esperábamos una o dos cuando menos ligadas a este asunto,
porque si se sabe que los usuarios que conducen con una tasa de
alcohol superior a la permitida participan de un modo sangriento y
continuado en la estadística diaria de los accidentes mortales, ¿qué
esperan los responsables de Tráfico y la clase política para meter
la mano e implantar medidas que vayan mucho más lejos que una
sanción económica? Visto como lo vemos, se trata de una puesta en
escena administrativa tomada con cautela, con miedo incluso, porque,
repetimos, si es cierto que el número de fallecidos que se
contabilizan a lo largo del año, que en total supera el treinta por
ciento, responde exclusivamente al exceso de alcohol en sangre que se
detectó en la prueba de alcoholemia realizada al conductor, ya me
dirán ustedes qué estamos esperando para que desde la Dirección
General, luego de convencer al Ejecutivo, se decidan medidas que de
verdad frenen lo que a todas luces es menospreciado por muchos
conductores.
A lo
largo de los años, aunque muy especialmente desde hace
aproximadamente diez, el alcohol o cualquier otra droga ligada a la
conducción ha sido valorado desde diferentes prismas: se han
organizado congresos con especialistas de todo el mundo, se ha
decidido implantar normas más exigentes y controladoras, se han
escuchado estudios de gran profundidad y se han tomado decisiones
que en realidad han servido de bien poco. Ahora se quería, con esto
de las nuevas normas incorporadas desde este mismo mes, que los
menores de veintiún años no pudieran conducir un vehículo si
habían ingerido alcohol, pero no un gramo o dos; simplemente, ni una
décima. Cero alcohol, cero drogas. Ustedes mismos son los que deben
opinar sobre si hubiera sido conveniente o no esta decisión, porque
los datos están ahí y las consecuencias también. Un chico o una
chica de entre dieciocho y veintiún años que haya consumido alcohol
o cualquier estupefaciente, sentado en un vehículo dotado de un
potente motor, es lo más parecido que conocemos a una bomba de
relojería. Y que quede claro que no tratamos ni de lejos de
violentar a la gente joven, sino de concienciar al colectivo de que
todos, sin importar cuál sea nuestra edad, formamos parte de una
especie de equipo sin nombre ni patrón que toma sus decisiones en
total libertad y que en nuestras manos está tomar la más adecuada.
No
estamos convencidos del todo de que la medida que se iba a tomar
sobre la edad en la que los jóvenes pudieran consumir alcohol o
drogas si iban a conducir, pero sí que esperamos la reconducción de
un problema social que cada día que pasa nos cuesta más vidas, y
muy especialmente entre los jóvenes. Todo lo demás que escuchemos
sobre este asunto, independientemente de su procedencia, serán
teorías expresadas por parte de quienes no tienen ninguna gana de
complicarse la vida frente a un colectivo que sigue sin entender que,
dependiendo de las decisiones que tomen sobre el alcohol cuando de
por medio está el coche, sus vidas correrán o no peligro. Y la
estadística no miente. Ni siquiera es necesario que se la estudie el
interesado; con solo irse a la cifra final comprobará lo que les
decimos.