Que
la crisis nos ha obligado a cambiar nuestras costumbres, que la falta
de dinero ha influido en nuestras cosas y que el negro futuro que
tenemos por delante nos invita a cuidar los escasos excesos que nos
podemos permitir, es algo tangible y muy compartido. Un ejemplo en el
que basarnos para confirmar el inicio de nuestro comentario de hoy lo
encontramos en las comuniones, esos convites que hace nada unían
ante el niño o la niña a cientos de amigos y familiares dispuestos
a dejarse lo que hiciera falta con tal de quedar bien y de que el
comulgante mostrara más interés por su regalo que por otros.
Precisamente esos son los que ahora, porque recordemos que las
comuniones se siguen celebrando, son un termómetro perfecto para
tomar el pulso a una sociedad encorsetada económicamente que elude
siempre que les es posible este tipo de eventos a favor de evitar un
desembolso que, no lo neguemos, nunca nos viene bien y que acabamos
echándolo de menos a final de menos.
Hace
unos años, lo de las comuniones de los familiares directos y los que
no lo eran tanto casi las esperábamos con ilusión. Nos permitían
el reencuentro con el resto de amigos y lo aprovechábamos para
acudir, si era posible, con un coche nuevo que presentar en sociedad,
porque recordemos que antes estrenábamos vehículo cada tres o
cuatro años y ahora se nos cae a pedazos y ni podemos acudir al
taller a que lo reparen. Pues bien: entonces el número de invitados
alcanzaba los doscientos en cuanto te descuidaras un poquito y nos
cuentan que a los padres, luego de abrir los sobres que les dejaban
caer los invitados, les quedaba dinero para echarse unas vacaciones a
costa del niño o la niña. Ahora no; ahora la cosa ha cambiado como
de la noche al día y los habituales locales en los que se
concentraban este tipo de eventos ahora han dejado paso a las
cocheras de la familia o de algún amigo, cuando no la viña o el
patio o el salón de la casa. Aquellos opíparos convites, con platos
más que de sobra repletos de riquísimas viandas, han dejado paso a
las patatas fritas, los manises, los patés, los habituales fiambres
y, si se puede, algo de jamón ibérico de cebo. Y punto. Eso de
marisco hasta hartarse ha dejado paso al sentido común y al hasta
aquí puedo llegar, porque lo evidente es que los invitados,
estrictamente el círculo familiar, tampoco andan para excesos
económicos que no tengan controlados.
Naturalmente,
esta situación ha llegado, ¡faltaría más!, a los establecimientos
especializados en banquetes de cualquier tipo, que han visto cómo la
crisis también les ha pasado factura inflingiéndoles un duro golpe
bajo. De las veinte o treinta que tenían oportunidad de facturar
cada temporada, en la actualidad no superan las seis o siete, y eso
con suerte, porque recordemos que la proliferación de locales en los
que poder desarrollar una celebración de este tipo se ha
multiplicado de una forma casi diríamos que exagerada. La
consecuencia directa que se deriva de todo esto no es otra que el
cierre de algunos de ellos y la caída en picado de las pretensiones
de quienes los gestionan, que han visto cercenados sus sueños de al
menos pagar sus deudas, que para eso precisamente se cuidaban con
mimo todos los detalles que concurrían en los banquetes de
comulgantes. Ahora, como hemos dicho, nos encontramos con estas
reuniones en donde menos te lo esperas y dan muestra de una realidad
económica que nos pasa factura en cualquiera de nuestras ancestrales
costumbres. Los tiempos que corren no demandan precisamente convites
a recordar por parte de los invitados y sí encuentros de amigos y
familiares en los que solo se tiene en cuenta las horas que pasen
juntos.
Como
estamos convencidos de que a algunos de ustedes les veremos pronto en
uno de estos banquetes familiares, dispónganse a disfrutarlo y
pensar que los buenos tiempos no tardarán en llegar.