De
acuerdo con las constataciones que podemos ver en el Informe FOESSA
de este año, existen tanto elementos para la preocupación, dada la
envergadura de los efectos que la crisis tiene en la estructura
social del país, como razones para la esperanza, a la luz de las
fortalezas que muestran ámbitos como la participación social, la
solidaridad, el voluntariado y las redes familiares. Así lo analiza
Cáritas Española y así debemos interpretarlo nosotros,
especialmente en tiempos en los que las particulares celebraciones
familiares que se aproximan demandan mayor entrega de una sociedad
que aún no acaba de interpretar la situación como ésta merece. El
Informe entra de lleno en el análisis de nuestro modelo de
desarrollo social, en el que destacan los altos niveles de
desigualdad salarial, la limitada capacidad redistributiva del
sistema de impuestos y un sistema de prestaciones sociales reducido,
poco protector en el tiempo y que no se adecúa a las necesidades de
los hogares en función de sus características.
Con
ello, si el crecimiento
era
el buque insignia de ese modelo social antes de la crisis, ahora
estamos en un momento en el que son las necesidades de ajuste las que
guían las decisiones políticas y las que construyen nuestro
imaginario colectivo. De nuevo, se queda fuera del foco la necesaria
incidencia sobre los elementos estructurales que están en la base de
un modelo a reformar.
Así
podemos leer en este informe cómo los efectos de la crisis en la
renta en nuestro país son preocupantes, ya que el porcentaje de
hogares afectados simultáneamente por problemas de privación
material y de pobreza monetaria ha aumentado casi en la mitad
en los últimos años. Además, la crisis no ha afectado a todos por
igual, ya que se ha cebado con las rentas más bajas y ha afectado a
la convergencia territorial entre comunidades autónomas, que se ha
ralentizado. De la envergadura de este deterioro da cuenta el hecho
de que el núcleo central de la sociedad española considerado en
situación de integración social plena es ya una estricta minoría y
en la actualidad representa tan solo un poco más del treinta por
ciento
mientras que en 2007 superaba el cincuenta. Esto quiere decir que la
población excluida en España asciende ya al veinticinco por ciento
y afecta a más de 11.746.000 personas. De ellas, cinco millones se
encuentran en exclusión severa. Además, hay que tener en cuenta que
dos de cada tres personas excluidas ya estaban en esta situación
antes de la crisis.
La
precariedad afecta a ámbitos como la vivienda y la salud.
La
crisis ha impuesto también importantes cambios en el modelo de
relaciones sociales, que en la actualidad se caracteriza por la
dualización
y
la polarización social. Es decir, que los más vulnerables y más
pobres disponen de menos recursos y sufren pérdida de centralidad en
las decisiones, mientras los más ricos cuentan con más recursos y
más centralidad en las decisiones.
De
hecho, es posible afirmar que se ha roto el contrato social que era
la base de la estructura del bienestar y que la agenda reformista que
se viene produciendo desde hace años está transformando, de forma
simbólica, nuestro contrato social en un contrato mercantil.
En el apartado empleo, el
informe señala la existencia de una generación expulsada de
trabajadores para los que ha mermado el tipo de puesto que
desempeñaban y cuya cualificación es escasamente aplicable en otros
sectores. Actualmente,
la
tasa de trabajadores excluidos se sitúa en el quince por ciento y
puede decirse que el trabajo deja de ser un espacio de consolidación
de derechos para convertirse en un espacio de vulnerabilidad y de
pérdida de capacidad económica, social y personal.
Para
los autores del informe, la conclusión es clara y no menos
contundente: las reformas en el sistema de bienestar social en
España, especialmente las desarrolladas a partir de mayo de 2010,
han supuesto una importante regresión en las políticas sociales que
se habían mantenido hasta entonces y que permitían un mejor
desenvolvimiento de la ciudadanía con respecto a sus necesidades
básicas.