Particularmente,
los tiempos preelectorales los llevamos mal. Es como si nos
situáramos en momentos abstractos, en los que no sabemos si vamos
para atrás o hacia adelante, como si el momento fuera forzado.
Parece que todo estuviera de por medio, estorbando, con prisas y sin
saber muy bien las razones de tanto caos. Es entonces cuando de todos
lados llegan voces que exigen coordinación precisamente cuando menos
existe, cuando más la echamos de menos, cuando más necesitados
estamos de conocer los detalles de lo que han decidido, aseguran,
hacer por nosotros, casi siempre sin consultarnos. De saber por qué
se quita esto de aquí y se pone allí; de por qué este rincón de
la ciudad, que no necesitaba cambios, ahora ya no es el que era; del
por qué, sin mi opinión, sin avisarme, se invierte la fisonomía,
el paisaje de toda nuestra vida, a cambio, dicen, de la modernidad,
cuando en realidad las necesidades de la comunidad son claramente
diferentes y, sin embargo, se mantienen arrinconadas en algún lugar
oscuro para que no sean vistas. Es verdad que los tiempos en los que
se anuncia la culminación de un período luego de cuatro años,
cuentan con adeptos decididos a que se note, a que la ciudadanía
perciba que algo está cambiando. Pero, ¿vale la pena que estas
actuaciones a las que a veces somos sometidos, estresados y sin saber
muy bien qué se quieren realizar a nuestro alrededor, tengan que
ejecutarse a última hora?
Estos
planteamientos son compartidos ampliamente por una ciudadanía no del
todo comprendida, quizá porque ni siquiera ha sido consultada, que
está convencida de que existen otras formas de renovar calles y
avenidas, parques y rincones de una ciudad que, evidentemente,
necesita renovarse si quiere unirse al resto de las que luchan por
situarse arriba de una ilusionante atalaya desde la que observar el
futuro con algo de seguridad. Y es que, guste o no guste, a veces hay
que ser generosos y, antes de levantar una sola piedra, antes de que
hombres y máquinas entren a saco en lo que ha sido tuyo hasta ese
momento, al menos pidan opiniones, cuando menos de los que finalmente
serán protagonistas durante un tiempo. A todo esto, cuando las
quejas vecinales que nos llegan desde la corredera de Capuchinos
vienen avaladas por lo que entienden que está mal, porque las
obras no se ejecutan controladamente, porque no se ha tenido en
cuenta en ningún caso cómo debían desenvolverse los vecinos una
vez levantada en canal la totalidad de la vía, porque no son
respetados sus derechos, lo menos que se nos ocurre es que alguien
desde la oficialidad debía plantearse seriamente el discurrir de la
renovación de esta gran avenida con el único objetivo de conseguir
el entendimiento entre las partes, que por el momento está
seriamente dañado. De no ser así, de no obtener rápidamente el
beneplácito de la vecindad, convencidos estamos que el fin que se
persigue se volverá en contra de quien mandó ejecutarlo. Y sería,
además de injusto, una pena.
Son
tiempos en los que las prisas, siempre pésimas compañeras cuando de
tomar decisiones se trata, imponen condiciones que no siempre son
sencillas de superar. De ahí que no siempre se acierte o que el reto
a realizar supere con creces las ilusiones de quien se propuso
llevarlo a cabo. Y como entendemos que el protagonista lo que quiere
para los suyos es mejorar su entorno, su desenvolvimiento diario, su
aproximación al resto de la ciudad, justificarlo no es difícil; lo
complicado es que los demás lo entiendan así, porque de otra forma
la situación acabará de mala manera. En fin, el tiempo lo dirá.