Las
desagradables noticias que proceden del mundo del deporte,
especialmente del fútbol, están siendo últimamente utilizadas de
distintas formas, desde las que intentan calmar los ánimos de las
partes enfrentadas hasta los que buscan sacar punta de todo lo
relacionado con los deportes de masas, y es evidente que el fútbol
se lleva la palma. Naturalmente, el detonante ha sido, como lo fue en
su día la muerte del aficionado donostiarra a manos de los ultras
del Atlético de Madrid, la del fanático del Deportivo de La Coruña,
que además de amar con toda su alma al club de su ciudad, tenía la
mala costumbre de pelearse con todo el que se le pusiera por delante,
fuera de donde fuera, y que encontrábamos siempre metido en todas
las peleas callejeras de antes y de después del encuentro con el
equipo que fuera, lo que le daba exactamente igual. De hecho, su
historial alrededor de este asunto casi no tiene fin, pero tampoco le
faltaban los que tenían que ver con un sinfín de alteraciones del
orden que conviene no perder de vista para entender, aunque sea solo
en parte, las razones que aportan a esto de los enfrentamientos de
las aficiones algunos de los que gustan de liarse a palos con el que
sea con tal de quedar vencedor. Lo de menos es que gane su equipo; lo
que importa es el resultado de la pelea, si ha habido muchos heridos
y si han sido de los suyos o de los otros.
Por
otra parte, que nadie se lleve las manos a la cabeza porque no es
nuevo y mucho nos tememos que por muchas medidas que tomen autoridad
y clubs esto se vaya a acabar. Entre nosotros, que es lo que nos
faltaba, también saltó la chispa hace unos días en un
enfrentamiento entre jugadores ubetenses y los nuestros, en el que no
faltó la greña y que incluso se llegó al ataque personal, con el
resultado de un chico visitante con unos dientes de menos debido,
parece, a la patada de un jugador del Iliturgi. Este fin de semana,
en Úbeda ha ocurrido tres cuartos de lo mismo, es decir, que un
jugador del club local arremetió en contra del árbitro y que, una
vez finalizado el partido, fue el padre del jugador el que se
enfrentó al colegiado con fines no precisamente de dialogar sobre el
resultado y su actuación. Y lo entendemos. Lo entendemos porque solo
hay que acercarse cualquier día en el que se celebre un partido de
fútbol, independientemente de la edad de los chicos y de la
importancia que tenga para la clasificación, para comprobar la
importancia que tiene el papel de los padres en toda esta historia
que hoy compartimos: las amenazas de éstos sobre el trío arbitral,
los gritos que profieren para que su hijo pegue patadas al que se le
ponga por delante y los amagos de saltar al campo que observamos, y
no precisamente con buenas intenciones, nos dan una idea muy
aproximada del deportista que estamos formando entre todos.
Lo
que necesitaría el deporte del balompié en nuestro país sería de
una autoridad con fuerza suficiente como para convencernos de que las
cosas tienen un límite y que éste lo hemos superado con creces. De
seguir así, pronto nos situaremos junto a las aficiones de los
clubes hispanoamericanos, en donde mueren árbitros casi cada semana
y los jugadores están más especializados en lucha libre que en
tocar el balón como exigen los cánones. No conocemos con detalle
las formas ni el fondo, pero tampoco creemos que sean necesarios
unos conocimientos del tipo de licenciatura universitaria para
aceptar que lo mejor es que los padres o tutores dejen solos a sus
hijos cuando compiten, que los clubes tengan sus propios controles y
no permitan que los ultras formen parte de su afición, que el Estado
disponga de leyes suficientes para parar lo que por el momento no
parece que sea fácil y que se controle este deporte desde las cuatro
esquinas del campo. De no ser así, intuimos un final trágico. Y a
las pruebas nos remitimos.