Ya
estamos de vuelta. A partir de ahora la rutina impone sus condiciones
y a nosotros lo que nos corresponde es justificar nuestra tarea ante
ustedes de la mejor forma que podamos. Es cierto que los
acontecimientos marcan enormemente y que el hecho de que entre unos y
otros lo de la deuda nacional se encuentre en este momento en nada
menos que en un billón de euros, han oído bien: en un billón de
euros, cuando menos molesta. Y más si tenemos en cuenta que nosotros
no hemos intervenido en negocio alguno del que pudiera derivarse
algún gasto que añadir a esta macrosuma. Han sido los de siempre,
los mismos que hacen y deshacen sin pedirnos autorización, los que
estuvieron y los que están, y los que vendrán, porque eso de gastar
sin control, por muchas leyes de transparencia que se saquen de la
manga, por muchos tribunales de cuentas que se inventen, seguirá
siendo un despilfarro incontrolado que, por si le faltaba alguna
guinda que ponerle al pastel, no lleva a nadie a la cárcel, ni
destituye, ni inhabilita… Sencillamente, todo sigue igual, como si
no hubiera pasado nada.
Y no
estamos hablando de que ese billón de euros haya sido íntegramente
repartido entre quienes han tenido posibilidades para manejarlo. Se
trata de que es un dinero que se debe, de que es una deuda que el
Estado tiene contraída no sabemos ni con quién y que por el momento
supone un freno de gran envergadura para cualquier tipo de acción
que quisiera acometerse a favor del país en variadas de facetas.
Tampoco entramos en si en esta deuda se encuentran los millones que
han ido a parar a los bolsillos y cuentas en paraísos fiscales de
los corruptos conocidos hasta el momento, y que matizamos hasta el
momento porque estamos convencidos de que los gordos, los que de
verdad nos sorprenderán, están por caer. No obstante, la realidad
nos supera y nos obliga a recapitular en busca de razones que nos
permitan digerir suma tan bárbara y el hecho de que, sea como sea y
cuando sea, alguien tendrá que pagarla. Los que deben recibir la
poderosísima cantidad del billón de euros suponemos que estarán
peor que nosotros mientras esperan el ingreso en sus cuentas de la
parte que les corresponde, que para eso son acreedores oficialmente
reconocidos y tienen todo el derecho del mundo a ser compensados en
tiempo y en forma.
Ahora
bien, una vez clarificada la deuda y asumido su pago, lo suyo sería
empezar a buscar a los responsables para evitar que sigan en los
puestos desde los que permitieron tal acumulación de pagos sin
satisfacer. No tanto que se les busque cárcel adecuada como que
evitemos que puedan tomar decisiones; no tanto exigirles que se
pierdan en la ignorancia del tiempo como que se les coarte cualquier
posibilidad futura de responsabilidad en la Administración General
del Estado. Está claro que no es la solución, que el mal ya está
hecho, pero al menos nos quedará la tranquilidad de que no nos
endeudarán más. Y algo es algo. Porque lo que en realidad duele es
que se trate de un dinero que se ha ido acumulando a lo largo de los
años y del que nosotros no hemos tenido conocimiento ni disfrute
alguno, que han hecho y deshecho sin nuestro permiso, que han
decidido endeudarse sin consultarnos y que no le podemos pedir
responsabilidades a nadie, que es lo que más duele. Eso y el que
nosotros, todos, estemos intervenidos por el Estado en lo que
hacemos, y que en el momento que nos excedemos en algunas de nuestras
obligaciones, caerá sobre nosotros todo el peso de la ley. Esa es la
diferencia y lo que de verdad duele. Que los que estuvieron, los que
están y los que estarán seguirán engordando la deuda como les
venga en gana y que nosotros, que somos los que tenemos la facultad
de quitarlos y ponerlos, estemos obligados a pagar sus excesos. Desde
luego, injusto es lo miremos por donde lo miremos.