Es
evidente que solucionar o paliar los problemas de los ciudadanos,
independientemente de la densidad demográfica de la ciudad en la que
residamos, debe ser muy difícil, aunque aceptemos que no faltan los
expertos o “máquinas electorales” a los que no se les escapa
nada y que vienen cosechando triunfos desde hace años. De hecho, de
otra forma no se explica que todo siga igual, que los problemas sean
los mismos y que los sueldos que se invierten en la clase política
que debería solventar estas necesidades de los vecinos y vecinas no
sirven prácticamente de nada. Y si este detalle es un problema
especialmente asumido cuando los tiempos que corren, en nuestro caso
desde 2007, no son los mejores, tampoco lo son para los que los que
padecen la crisis guarden silencio y se muerdan la lengua sin más.
Con los dedos de las manos se pueden contar los ciudadanos que
aceptan las promesas del político de turno que le anuncia sin
ruborizarse que se solucionará su problema, y solo si tiene fecha de
caducidad, porque como se retrase exageradamente, estén seguros de
que no tardarán en contar con pelos y señales promesas, puestos de
trabajo a desempeñar y fechas de incorporación. Y es que desde hace
unos años, lo de mentir a diestro y siniestro, lo de usar en propio
beneficio los escasos recursos de los que dispone el político de
turno, se ha convertido en norma y hoy a nadie se le ocurre esperar a
que le toque en suerte la llamada de su ayuntamiento, por ejemplo,
porque está incluido en la bolsa de trabajo. Lo que se lleva y está
aceptado como dogma de fe es acudir en busca del que puede echarnos
una mano y rogarle que nos tenga en cuenta. Y funciona; que conste
que funciona. Y lo hace en la misma proporción que luego se
comprueba en los resultados electorales.
Lo
del enchufismo denunciado en los años ochenta y noventa hoy ha
quedado obsoleto. Hoy se llevan supuestamente técnicas más
sofisticadas, implantadas de cara al público y por las que nadie
está obligado a dar cuentas ante la ciudadanía, responsable directa
de que algunos de nuestros representantes estén donde están. Con
esto queremos decir que la compra de los votos es algo aceptado, o al
menos por el momento no vemos que nadie se rasgue las vestiduras, y
que cuando llegan fechas electorales, como es el caso de este año,
este asunto se convierte en un descarado planteamiento avalado por la
institución a la que se pertenezca. El escándalo hace años que lo
firman los mismos, es decir, los que pagan las prebendas en forma del
voto que reciben y los que se benefician amplia y exageradamente de
este descarado mercadeo. Y no pasa nada. Simplemente se acepta y
punto. Ni denuncias, ni ruedas de prensa, ni casos concretos de los
que dar cuenta… Sencillamente, esto es lo que hay.
Sin
embargo, quien realmente sale dañado de semejante abuso es el resto
del mundo, el resto de los ciudadanos que confían en sus
representantes e instituciones la solución de sus problemas. Por el
momento, lo que generalmente vienen haciendo, parece, es solventar
las demandas puntuales de unos cuantos y dejar a la gran mayoría, la
que de verdad mantiene en pie la ciudad y sus anhelos, abandonada y
sin posibilidades de obtener los rendimientos propios de las
políticas que se promulgan a favor de ellos, pero de la totalidad y
no de unos cuantos que venden el voto al mejor postor en plena plaza
mayor. Por eso no siempre ganan los mejores y sí los que mantienen
la máquina electoral engrasada y trabajando desde el día siguiente
al que salieron triunfadores del encuentro electoral por el que hayan
trabajado.
Si
acaso le pudiéramos buscar un pero a este tinglado, desde luego que
no seríamos nosotros los que tiraríamos de la manta, que para eso
no solo existen cauces legales previstos en los que la Justicia es la
que se encarga de estas supuestas irregularidades, sino
organizaciones políticas con capacidad suficiente para enfrentarse a
lo que afirman con rotundidad que se trata de todo un escándalo.