De
toda la vida, o al menos que nosotros tengamos noción de ello, los
charlatanes han tenido una gran capacidad de oratoria para vender lo
que se propusieran. Todo era cosa de que se esmeraran en el mensaje,
que usaran las palabras adecuadas y que el producto tuviera un precio
sugerente con el que jugar, además, por supuesto, de margen para ir
añadiendo la manta, el linimento para los dolores, el peine o la
toalla, que era su truco final y que casi siempre conseguía su
objetivo. Aquí comienza la historia de los que ahora conocemos como
grandes oradores, como insignes pregoneros de lo que sea necesario
proyectar al mundo, como idóneos presentadores de galas y
conciertos. Y también en la política, en donde muchos de ellos y
ellas han encontrado un filón sinfín que por el momento les permite
vivir sobradamente. Y es que quien aseguró que el tuerto en el país
de los ciegos es el rey, no iba nada descaminado. Y si no, a las
pruebas nos remitimos.
Como
una copia exacta de aquellos viejos charlatanes del Oeste americano,
los nuevos, los que nos encontramos en la política, hacen sus
pinitos y nos venden lo que haga falta con tal de conseguir su
objetivo, que casi siempre es el mismo que sus oponentes y que solo
persigue hacerse con el mayor poder posible para luego hacer y
deshacer lo que crea más conveniente, aunque no siempre coincide con
las necesidades o demandas de los que están a su lado y que lo han
aupado al lugar de privilegio en donde se encuentran. Ya decimos que
es así en todos los partidos y que precisamente por eso no
pretendemos ni de lejos denostar a nadie, entre otras razones porque
de lo que tratamos es de que ustedes conozcan cómo se las gastan
algunos si de por medio existe la posibilidad tangible de perder lo
conseguido.
Hechos
a sí mismos, consumidores compulsivos de maestros oradores actuales,
capaces de hacerse un hueco en las tertulias de radio y televisión,
andan siempre prestos a estrechar manos, a dar abrazos a quienes se
les pongan por delante y aceptar humildemente encargos para hacer
saber al mundo que lo bueno está por llegar. La diferencia, no
obstante, la encontramos entre los que andan metidos en política,
que han alcanzado tal nivel de profesionalización que dudamos mucho
encontrarnos con otros de parecido corte demos las vueltas que demos.
Capaces de mover masas, una gran capacidad para el embaucamiento y
una indescriptible facilidad de palabra para que su mensaje impregne
al personal, estos nuevos mesías no temen exagerar sus promesas y ni
mucho menos pedir perdón por sus excesos. Se saben ganadores y van a
por todas, sin importarles nada que no tenga que ver con su verdadero
objetivo, que no es otro que el de llevarse todos los votos que les
sean posibles.
Y
como conocen el paño como nadie, como se han curtido en las escuelas
de verano que la mayoría de los partidos políticos poseen para
prepararlos a su imagen y semejanza, saben que lo de prometer forma
parte de su discurso y usan de ello como elemento imprescindible para
la consecución de sus objetivos. Si luego se ven obligados a
responder de sus propios excesos, tirarán de poderío oratorio para
minimizar lo que en su día firmaron ante notario que ejecutarían.
En realidad son como niños, capaces de enfurruñarse por cualquier
tontería y también de dar la talla cuando las circunstancias lo
exigen. Ya lo hemos dicho: con tal de conseguir algo de brillo y
poder, lo que haga falta.