No
llegamos a interpretar la dimensión política que puede llegar a
tener el hecho de que, convocadas elecciones municipales, las
ciudades sean puestas patas arriba a veces sin justificación alguna,
cuando no para empeorar su aspecto, que también se da con relativa
frecuencia. Así, durante unos meses, que siempre dependerá de las
posibilidades económicas de los ayuntamientos y de los compromisos
sin ejecutar con los que hayan llegado a esas fechas, comprobamos que
la ciudad se pone en pie, que aparecen de la noche a la mañana
máquinas y hombres con un fin concreto: intervenir en tu descanso,
en tu habitualidad, en la calle, la plaza o la avenida que tú
conoces de toda la vida y que ahora la van a abrir en canal. En
definitiva, que te cambian la vida sin pedirte permiso y que, encima,
no te puedes quejar. Y no me digan ustedes que siempre aciertan
nuestros dirigentes en lo que eligen por nosotros con el objetivo,
nos dicen, de hacernos la vida más cómoda, de acercarnos más a los
centros comerciales y de generar riqueza, frases que parecen mágicas,
o al menos esa es la impresión que dan porque todos guardan
silencio, porque es evidente que no aciertan casi nunca.
Es
verdad que luego, una vez pasado el terremoto, cuando cada cual se ha
ido a su destino y la ciudad vuelve a la normalidad, aprecias el
esfuerzo y te congratulas por la mejora que aseguran han realizado en
tu nombre y con tu beneplácito, aunque a ti te siga pareciendo que
antes estaba mejor. Pero es que las cosas están establecidas de esta
forma y poco o nada podemos hacer para replantear nuevos parámetros
de entendimiento desde los que mejorar lo que es de todos sin
necesidad de avasallar. No es del todo aceptable que los ciudadanos
estemos expuestos al capricho del último en llegar y ser sometidos a
sus gustos aunque sean horribles. Para empezar, porque el dinero
invertido es nuestro y, cuando menos, que se nos pida permiso;
segundo, porque al político cuando accede al cargo nadie le ha
preguntado si entre sus cualidades está la de estética, porque si
nos remitimos a los hechos comprobamos que nada más lejos de la
realidad; y tercero, porque está más que demostrado que son muchos
los que carecen del más mínimo sentido del gusto por lo bien
terminado.
Sin
embargo, lo queramos o no, aunque nos repatee la vista, tenemos que
vivir en la ciudad que nos han ido haciendo, repetimos que sin
permiso, y que es evidente responde íntegramente a la idea que ellas
y ellos tenían preconcebida para lo que es de todos y que nadie
debía ponerle la mano encima sin una causa justificada, y desde
luego que siempre pidiendo permiso e invitándonos a participar en el
proyecto. De otra forma, por mucho que se empeñen, no conseguirán
jamás que lo renovado sea aceptado de buena gana, aunque contrastado
está que a ellos este detalle les importa un pito. Y a todo esto sin
entrar en detalles económicos, porque entonces es cuando seguro que
no llegaríamos a ningún acuerdo.
Que
las ciudades deben cambiar su aspecto con el paso de los años porque
es una forma compartida y aceptada de mejorar de cara al exterior, de
renovar para parecer más joven, es algo que no siempre es acertado,
pero que forma parte del progreso y que debemos acatarlo como orden
superior. Sin embargo, el problema surge cuando el vecino no
participa, cuando lo realizado no cuenta con su apoyo, cuando no ha
sido consultado… Y como esto ocurre con una frecuencia preocupante,
lo menos que puede hacer es mostrar su disconformidad allí donde le
pidan su opinión. El asunto es si sirve para algo, porque una vez
demostrado que no es tenido en cuenta para el antes, ¿creen ustedes
que les importa para el después?