Una
vez hecho el recuento de los accidentes ocurridos a lo largo de la
semana pasada, festiva para muchos de nosotros y para el resto la
mitad de ella, vemos con preocupación que el número de fallecidos,
aunque menor que el del año pasado en el mismo período, ha sido de
nada menos que treinta y tres personas, trece de los cuales han sido
motoristas. A partir de ahora, cientos de familias se verán inmersas
por mucho tiempo en el dolor por la pérdida de sus seres queridos.
Los demás, los que asistimos ilesos al resultado final de esta
macabra estadística, observaremos la situación como un fenómeno
ligado a la cotidianidad de imposible solución. Sencillamente y con
todas las consecuencias, se acepta sin más. Y lo que es peor, muy
pocos son los que, antes de poner en marcha su vehículo e iniciar el
viaje, se detiene unos instantes a pensar que la próxima víctima
puede ser él o alguno de sus acompañantes; muy pocos, por no decir
ninguno. Los accidentes de tráfico parecen como si fuera un fenómeno
que solo les ocurre a los demás, como si a nosotros nos cubrieran
las alas de nuestro particular ángel de la guarda y estuviéramos
exentos de todo peligro. Desgraciadamente no es así y de hecho somos
conscientes de ello, de nuestra vulnerabilidad, de la escasez de
recursos a los que podemos echar mano para evitar un accidente. Pero
seguimos ahí, presionando con ansia el acelerador y convenciéndonos
de que somos los mejores conductores del mundo.
Estamos
convencidos de que a todos los que hoy descansan en los cementerios
de sus pueblos y ciudades les habría ocurrido lo mismo que a
nosotros, es decir, que circularían confiadísimos en sus
posibilidades y en las de su vehículo al menos hasta que derrapó,
frenó cuando no tenía que hacerlo, no supo reaccionar cuando otro
vehículo se le vino de frente, o porque se excedió a la hora de
consumir alcohol… Quién sabe. Lo que de verdad queda ahora es el
vacío inmenso que deja un familiar o un amigo fallecido sin que
estuviera enfermo, que se despidió de nosotros o que nos avisó de
su llegada, y que, en la mitad del camino, de improviso, alguien nos
llama y nos pregunta si lo conocemos y nos da la mala noticia. Esto
es lo que llevan pidiendo desde las asociaciones de afectados por
accidentes de tráfico ante la autoridad competente, que inviertan en
seguridad, que mejoren las vías de comunicación, que no aumenten el
límite de velocidad máxima, que se mejoren los exámenes para la
obtención del permiso de conducir, más presencia de agentes de
Tráfico… La finalidad no es otra que, ante la falta de atención y
seguimiento que entre el colectivo de conductores se hace
generalmente de las normas en vigor, se sientan presionados,
controlados y con todo tipo de sistemas de detección sobre sus
espaldas. El objetivo: reducir los siniestros a cualquier precio.
El
año va muy mal. Los accidentes y sus consecuencias van claramente
por encima del año pasado y todo indica que algo debe estar
haciéndose mal para que el aumento sea tan desproporcionado. Desde
luego, eso de que todos los años, cuando se hacen las cuentas de lo
invertido y los resultados, comprobemos que faltan más de mil
personas en el censo y que se han ido a causa de un accidente de
tráfico, sinceramente es inaceptable. Y además no encontramos
recurso de ningún tipo que nos pueda permitir perspectiva con algo
de esperanza. Y es que al mismo tiempo que aumentan los alumnos que
superan los exámenes, el número de vehículos que se venden, las
motos que se incorporan a la circulación, las bicicletas que se unen
a la campaña de que mover las piernas es mover el corazón y que
inundan nuestras ciudades, el estado de las vías de comunicación
van a peor, a más peligrosas, a menos atendidas… Si existe o no
una relación directa no creemos que sea necesario darle más vueltas
porque a la vista está que una carretera en mal estado es sinónimo
de accidente. Otra cosa es que esta misma opinión la compartan los
responsables del Ministerio de Fomento y el propio Gobierno. Por el
momento es evidente que no. Ya veremos cuánto más debemos esperar.