Estamos
por asegurar y sin temor a equivocarnos, que desde hace unos años,
especialmente en tiempos electorales, no existe profesión con más
futuro y que facture más que la de detective privado, especialmente
los especializados en delitos fiscales, cobros de comisiones o
mordidas y casos de corrupción. Solo hay que asomarse al balcón
para comprobar que no falta un día en el que no se incorpore a la
lista de los cientos que han sido pillados con las manos en la masa
uno o dos nuevos con un historial de película del que, por supuesto,
no saben ni quieren saber nada. El “yo no soy el de las
grabaciones, porque solo pasaba por allí de casualidad”, o “yo
me enteré por la prensa”, o “juro y perjuro que no he puesto la
mano en dinero público”, suelen formar parte de las primeras
declaraciones públicas de estos implicados para luego perderse el
tiempo que necesiten para ir confeccionando su defensa, porque lo que
se sabe es que están hasta el cuello y que las salidas airosas son
cada vez más escasas. Dicho esto, es evidente que otra profesión en
auge y con una facturación desproporcionada es la abogacía, que ha
encontrado en los defraudadores, ladrones y otros especímenes
políticos un filón del que deben obtener cifras de vértigo cuando
de cobrar se trate.
El
hecho de que la política haya conseguido ser tan menospreciada en la
calle y que dedicarse a ella conlleve para la persona que lo haga una
serie de problemas añadidos de los que no siempre debe responder
porque no son de su responsabilidad, nos da una idea aproximada de
cuál es la concepción que el ciudadano tiene de una clase o una
casta que ha entretejido una red que le permite disfrutar de una
opacidad cuando menos preocupante, y de la que de vez en cuando nos
llegan datos sobre el dinero que manejan que abundan aún más en la
idea de que han conseguido, sin merecérselo ni oposición alguna,
formar parte de un grupo de privilegiados que viven muy por encima
del resto de mortales y que, además, les permitirá hacerlo toda su
vida. Es más, para cuando se jubilen políticamente no les faltará
la pensión millonaria que el Estado le proporcionará al menos dos
años. Y quizá por todo lo que les decimos, porque jamás hubieran
pensado vivir como lo hacen, disfrutar como disfrutan, es lo por lo
que aún extraña más que sus ansias de acumular dinero les pierdan
y finalmente acaben procesados en casos de corrupción como los que
conocemos y de los que aún deberán dar cuentas ante la Justicia.
En el
caso de las elecciones que tenemos más próximas, tampoco echamos de
menos a los que llegaron, trincaron y se mantienen en los cargos
habiendo sido imputados. La situación no es precisamente para
presumir y por eso entendemos que los partidos emergentes, que para
eso han contado con el apoyo ciudadano, porque han entendido y
atendido su mensaje sobre las corruptelas políticas, quieran ahora
evitar por todos los medios que esta situación se perpetúe en el
tiempo si se mantienen las mismas coordenadas y los mismos sistemas
de control del dinero público. Exigir que se firmen unos acuerdos en
los que quede claro que se controlará por todos los medios la
distribución del dinero de todos, nos parece un mínimo de no solo
extraordinaria importancia, sino una forma excepcional de sanear la
política y a sus representantes. Eso de que en las Administraciones
públicas exista un cajón en el que todo el dinero que llega se
guarde allí y que desde ese mismo cajón se atiendan los pagos a
proveedores y al resto de facturas que abonar, ni nos gusta ni es una
fórmula de funcionamiento idónea. Si acaso para quienes tienen como
objetivo sacar todo lo que puedan de él aprovechándose del
calamitoso estado en el que se encuentran las cuentas generales de
las Administraciones.