Que
somos muy exigentes con las situaciones que padecen los demás, es
algo que no admite duda; que cuando criticamos lo hacemos con una
contundencia realmente dañina, presumiendo, sobre todo en público y
muy especialmente en las redes sociales, de poseer la verdad, tampoco
es nuevo. Y sin precio, porque la regalamos a manos llenas, sin
ningún pesar y convencidos de que, al tiempo que hacemos daño con
saña, aparecemos ante los demás como grandes investigadores del
tipo de los que vemos en las series televisivas. Lo hemos vivido en
varios momentos clave de nuestra particular historia y lo hemos
revivido ayer mismo, coincidiendo con el incendio que ha destruido
una nave situada en la calle Donantes de Sangre de nuestra ciudad. No
han sido necesarios datos policiales, ni siquiera ha dado tiempo a
que los peritos entraran en la nave incendiada en busca de apuntes
con los que cumplimentar el obligado atestado, porque estaban aún
consumiéndose los enseres y ya comenzamos a escuchar los primeros
testimonios de los habituales en estos casos. De acuerdo con estos
sabelotodo y truncados reporteros a pie de calle, por supuesto que el
incendio había sido provocado, que la intención del empresario era
que el fuego arrasara con todo para cobrar el seguro millonario que
tenía. Y lo peor es que no le faltaban palmeros a estos desalmados
sin escrúpulos ni alma, que en seguida apoyaban sus comentarios sin
fisuras añadiendo, con no menos malaleche, que era algo que se veía
venir, que ellos conocían cómo estaba la empresa económicamente,
etc. En realidad, un espectáculo bochornoso del que algunos debían
dar cuenta ante la autoridad competente, sabiendo de su descarada
mala intención en contra de una familia que seguro ni siquiera
conocen.
Como
decíamos antes, no es nueva la situación y mucho nos tememos que
volveremos a la misma si tenemos la mala suerte de asistir a una
experiencia tan amarga como es perderlo todo en un incendio y luego,
cuando echas manos a los papeles, cuando eres requerido por los
agentes policiales, obligados como están a extender un informe de lo
ocurrido, el empresario les responde que no tenía seguro. Es aquí y
en ese momento donde debían estar los circunstanciales acusadores
para que la realidad les abofeteara la cara y les devolviera el mal
que estaban haciendo, volcando sobre ellos su propia mierda y
pedirles responsabilidades ante el manifiesto interés que tenían en
dañar a la persona y en demostrar su insolidaridad con la situación
que en esos instantes vivía un vecino de la ciudad que, en todo
caso, lo que necesitaba era ayuda. En estos instantes, si repasamos
el expediente de muchas de nuestras empresas, si conociésemos sus
intimidades, comprobaríamos que lo primero que tuvieron que dejar de
pagar fue el seguro porque las necesidades económicas de su negocio
no le permitían abonar cuotas tan exageradas. Eliminar el seguro o
despedir a algún trabajador, y, ante esa disyuntiva, que eligiera lo
menos importante nos parece una encomiable decisión.
En el
caso de este empresario andujareño, luego de pasar su vida entregado
a una tarea que había dejado de ser rentable económicamente, de
padecer la crisis de una forma salvaje, de buscar salidas para su
mercancía, justo cuando estaba a punto de recuperar la mayor parte
de su inversión, un incendio se lo lleva todo por delante y lo deja
prácticamente en la ruina. Mientras, nosotros, que presumimos de
saber lo que les pasa a los demás mucho más de lo que ocurre en
nuestra casa, a lo nuestro, a mancillar su nombre, a denostar su
entrega, a menospreciar su pasión por su empresa, a criticarlo
injusta e incomprensiblemente cuando el resultado final de lo que
había su sueño hasta ese momento sencillamente había dejado de
existir. Ahora, a esperar a que ocurra otra desgracia para seguir
alimentando la miseria intelectual con la que solemos analizar lo que
ocurre a nuestro alrededor. De verdad, vergonzoso.