jueves, 14 de abril de 2016

APRENDA EN SOLO DOS LECCIONES CÓMO HACER EL RIDÍCULO

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En casi todas las profesiones o dedicaciones existen los que se conocen como incondicionales o palmeros, y los podemos encontrar junto a futbolistas, toreros, periodistas o políticos. Son estas personas quienes se encargan de apoyar sin condiciones y sin fisuras a su líder o gurú, al que no le observan defectos ni errores de calado que les hagan dudar de su forma de hacer las cosas. Personalmente, no estamos en contra de este tipo de personas: es legal, existen desde siempre y son la referencia del pulso de una sociedad muy instrumentalizada y exageradamente comunicada. Sin embargo, no siempre es tan sencillo, especialmente cuando, conscientemente, el maestro utiliza a sus correlegionarios con mentiras y usando el escándalo como fórmula de menosprecio para denunciar un asunto que, sea verdad o mentira, merece algo tan elemental como es la ponderación, desde la que se puede llegar a conclusiones más reales y, por tanto, más justas. Lo estamos viendo a diario: en el momento en que alguien denuncia a un representante político por supuesta corrupción, los primeros que se lanzan al vacío, sin red y sin la cautela mínima por el porrazo que pueden darse, son los propios compañeros del injustamente acusado. A su lado, de inmediato, como si tuvieran un resorte automático, aparecen en escena los pelotas en busca de un inmerecido protagonismo, que son los que rematan el asunto lanzando sobre el supuesto corrupto la totalidad de su mala leche con el único objetivo de hacerle todo el daño posible. Lo mismo les dará que su mensaje dañe a su familia o a su trayectoria laboral, porque el cumplimiento del mandato recibido no admite dudas ni su análisis, sencillamente porque tienen prohibido opinar; hay que hacerle daño a cualquier precio y de eso se trata: de hundirlo, a él y a todo el que esté a su lado.

Y si luego, una vez conocido el fondo del asunto, se llega a la conclusión de que todo ha sido un exceso de fiscalización o simplemente un escándalo orquestado, ¿quién se encarga de reponer el prestigio de la persona o personas a las que tanto daño se les ha hecho? Entre estos energúmenos sin entrañas, lo normal es que desaparezcan de la escena y guarden sus espadas para mantenerse en silencio en sus cuarteles de invierno a esperar a que les llegue de nuevo un mensaje de sus superiores para cargarse a otro persona. Ni siquiera necesitan datos ni informaciones desde las que acceder a las razones del líder; como mucho, conocer su dedicación y trayectoria y, sobre todo, si se trata de alguien que se ha ganado a pulso y con su trabajo el poco o mucho crédito que tiene entre la ciudadanía con la que convive. Ahí van, raudos, veloces y las pilas de su mala baba recién puestas decididos a cargárselo (o eso es lo que creen, porque no siempre lo consiguen, desgraciadamente para sus intenciones). 

Y es que la impaciencia no es precisamente la mejor compañera de camino, y más cuando la necesitas para acusar a alguien que ni siquiera conoces, o al menos no para haberte formado una idea justa de la situación en la que supuestamente se ha visto involucrado. Si a la impaciencia le unimos la evidente incultura en la que se desenvuelven, con una escasez preocupante de inteligencia natural o genética, el menjunje ha alcanzado su máximo nivel y es entonces cuando aparecen en escena dispuestos a partirse el pecho por quien, que nadie lo dude, en caso de verse involucrado en la trama, en caso de ser descubierto, lo primero que hará será renegar de su proximidad o parentesco. Por eso es fundamental la paciencia, porque permite el análisis y, más aún, enfrentarse a la situación planteada con posibilidad, aunque fuese remota, de éxito. Todo lo demás, ridículo.