Ante
la dejadez e inoperancia con la que actúa, en general, la clase
política, asegurar que se ha deteriorado por completo, que ya no
responde a las características para las que se crearon partidos
políticos y organizaciones sindicales, es lo mismo que afirmar que
le importa un pito el bien común, precisamente el objetivo por el
que se supone acceden al poder y para el que se les ha dotado de
medios de todo tipo, incluido el económico. Si no, nos costaría
entender que ante sus narices y debido precisamente a su inoperancia,
haya aumentado en cincuenta mil personas el número de las que viven
con menos de 300 euros al mes. Es más, en Andalucía, un ocho por
ciento son pobres de solemnidad. Además, por si le faltaba la guinda
al pastel, sepan ustedes que también ha aumentado el número de
familias que viven con menos de seiscientos euros al mes. Ayer
conmemorábamos el Día de la Erradicación de la Pobreza, y ya ven
ustedes cómo está el asunto solo en España, porque si recorremos
el mundo el tema adquiere dimensiones monumentales. Extraña, con
todo, el aparente estancamiento de las buenas intenciones que a este
respecto mostraron la totalidad de los partidos en tiempo electoral y
que han propiciado el mal estado de nuestra economía y muy
especialmente la de quienes, como hemos dicho, malviven con unos
cuantos cientos de euros al mes y cientos de desembolsos a los que
atender; entre ellos, comer, que no es poca cosa.
Por
el momento, asociaciones, organizaciones, sectas y claustros, Iglesia
y Estado a lo más que han llegado es a mirar hacia otro lado
descaradamente, como si con ellos no fuera una situación que,
volvemos a repetir, no han creado los ciudadanos y sí las políticas
que nos han colado y en las que destaca el trato de favor de recibe
el empresariado en general, con leyes aprobadas pensando en su futuro
y arropándolos con implantaciones como las leyes mordaza o la
reforma laboral. Entenderán, por tanto, que a determinados
ciudadanos les repatee la situación y les embarguen sentimientos
poco recomendables cuando escuchan de parte de nuestros gestores que
España va bien, que se ha mejorado la vida de millones de
trabajadores y que al resto, a los que no han podido encontrar aún
trabajo, el Estado les proporciona emolumentos que les permiten vivir
con relativa comodidad. Eso sí, a ninguno de estos mentirosos
compulsivos no solo no se les cae la cara de vergüenza, sino que
muestran una actitud de convencimiento y seguridad que solo se
entiende cuando conocemos su máxima más utilizada y asumida: una
mentira repetida mil veces acaba convirtiéndose en verdad. Y así
les va, mejor imposible, porque, con todo, aparecen como salvadores
de una situación creada, organizada y controlada por ellos y de la
que, además, han conseguido sacar rendimiento para sus intereses.
Lo
que no llegamos a entender del todo es qué se puede hacer, qué
demonios tenemos que convocar para que la sociedad elija el camino
más corto y corte por lo sano. Una vez se ha conseguido hacer saltar
en pedazos el mercado laboral de hace unos años y que nos permitía
vivir con dignidad, una vez implantados los nuevos contratos de
trabajo por horas, días, semanas o meses, ahora lo que buscan es que
asumamos con total naturalidad el estropicio que han ejecutado ante
nuestras narices y que guardemos silencio. Sin embargo, aunque han
conseguido desviar la atención de la realidad, lo cierto es que
siguen produciéndose desahucios, despidos de trabajadores, abusos
empresariales insoportables, reducción drástica de los servicios a
los que teníamos derecho… En definitiva, un caos de dimensiones
preocupantes en unos momentos en los que todo parece estar sujeto con
alfileres y del que, además, somos parte fundamental.