El
acoso escolar ha dejado de ser un fenómeno aislado para pasar a
categoría de estrella en solo unos años. Antes, por escasos e
irrelevantes, se limitaban a menosprecios verbales y algún que otro
empujón; hoy, todo lo contrario e incluso las gravan con el objetivo
de exponerlas públicamente y así conseguir un mayor agravio para el
alumno apaleado. Y vemos que no existen géneros, porque las chicas
por un lado y los chicos por otro se enzarzan en peleas que son
capaces de llevar hasta sus últimas consecuencias. Aunque
afortunadamente han sido pocos, no faltan en este escenario los
jóvenes que no pudieron soportar la presión a la que estaban
sometidos por sus compañeros de clase y se quitaron la vida. Las
misivas o cartas que dejaron a sus familiares justificando su
drástica decisión fueron testamentos sangrantes repletos de
bofetones, puñetazos, menosprecios variados, vejaciones públicas y
otras lindezas ejercidas por seres menores con una gran capacidad
para el odio y la sangre. Con solo imaginarse el dolor de la familia
que perdió a uno de sus integrantes por el hecho de que se cruzara
en el camino de unos maleantes que ni siquiera merecían el esfuerzo
realizado al unísono por los centros y su profesorado, por su
familia y por las Administraciones que corren con sus gastos de
educación, las valoraciones que podamos hacer siempre quedarán
escasas de contenido. Debe ser el tanto el dolor y la impotencia en
la que estarán obligados a desenvolverse a lo largo de sus vidas,
que dudamos justificadamente que puedan conseguir calmarlos algún
día y vivir en paz con su memoria.
Pero
esta es la realidad y a ella debemos enfrentarnos si de verdad
queremos poner coto a tanta desproporción y a tanto dolor gratuito.
La figura del matón en el colegio siempre ha existido y mucho nos
tememos que se mantendrá por los siglos de los siglos, pero lo de
asumirlo y querer integrarlo donde es evidente que representa un
peligro para el resto del alumnado, nos parece una decisión que,
como vemos casi a diario, tiene un costo muy peligroso para toda la
comunidad. Si se tuviera en cuenta a los profesores cuando informan
de lo que ven a diario y se tomaran decisiones sobre si un
determinado miembro del centro no merece convivir con los demás por
razones justificadas, desde luego que otra sería la vida del colegio
o el instituto y otro el futuro de los menores. Integrar a las
familias en las asociaciones de padres y que sus decisiones, una vez
informadas de las necesidades de los centros y de su realidad, sean
decisivas para el futuro de algún o algunos alumnos conflictivos no
solo debería ser respaldado por el resto, sino por la Administración
responsable. Mientras al profesorado no se le confiera el poder
perdido, mientras al tutor o a los padres se les permita enjuiciar su
trabajo, casi siempre menospreciándolo, y además los ataquen
físicamente y sin consecuencias para ellos y el alumno denunciado,
la ansiada solución a un problema que crece al mismo tiempo que su
edad, no será posible.
Por
el momento, al menos desde fuera, lo que observamos es que la pérdida
de ilusión de los educadores cae demasiado rápida como para no
tenerla en cuenta. Y si tenemos en cuenta que la educación en
general se dinamiza a sí misma gracias precisamente a la ilusión de
quienes la imparten, mal camino hemos escogido para la formación de
quienes en poco tiempo participarán activamente en la vida de sus
vecinos y vecinas. Por todo esto, no estaría mal visto que las
Administraciones decidieran intervenir en la realidad de los centros
de enseñanza y participaran en un mejor control de unos y de otros.
Por el momento, la espera es que lo se ha escogido por su parte (al
tiempo que lo más cómodo), no sabemos si a que lleguen los informes
solicitados o a que mejore la situación. Mientras, ya saben, cientos
de menores sufren acoso escolar y otros tantos profesores pierden la
vocación a pedazos.