martes, 8 de noviembre de 2016

ECHÉMOSLE VALOR Y NO SEAMOS HIPÓCRITAS

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No seamos hipócritas, o al menos no lo parezcamos. La niña fallecida a consecuencia de un coma etílico podía haber sido cualquier otra; incluso de menor edad. Y es que los niños y las niñas hace años que beben alcohol como si nada, y lo hacen especialmente cuando se reúnen en grupos, en lo que conocemos como botellones. Por eso nada de rasgarse las vestiduras y más dedicación a las obligaciones que contraemos al mismo tiempo que engendramos a nuestros hijos, a los que nos debemos hasta que vuelen del hogar compartido. El padre de la niña se retrata en las crónicas periodísticas que hemos leído, y lo hace diciendo que él ya lo había avisado otras veces, porque la realidad es que su niña bebía regularmente. De hecho, no era la primera vez que había llegado a casa bebida. Pero, ¿a quién avisó este padre? ¿A la guardia civil, a la policía nacional, a la local? ¿A quién exactamente? Suponemos que más bien sería a los servicios sociales de su ayuntamiento, que harían todo lo que estuviera en su mano menos seguirla por las noches a controlarle la vida, que ese detalle le corresponde a la familia. El primer damnificado por este fallecimiento ha sido el jefe de la Policía Local de San Martín de la Vega, la ciudad en donde residía, que ha dimitido de su cargo porque entiende que era su responsabilidad controlar la venta de alcohol a menores y el protocolo ha fallado y las consecuencias funestas.

Perder el norte en asunto de tanta importancia sería practicar la técnica del avestruz y no es momento de dejar en manos de otras personas lo que es exclusivamente competencia nuestra. Y decimos esto porque no han faltado alrededor de esta noticia voces que han ligado los excesos de los menores con la escuela, sobre las que cargan las armas y quieren hacerlas directas y únicas responsables de tanta pérdida de valores entre los niños y los jóvenes. Terrible error que confirma una peligrosa deriva de la familia, de quitarse de encima todo lo que le pueda suponer una carga de deberes extra, como si educar a su prole fuera cosa exclusiva de los centros escolares. Se nos olvida que los mejores regalos que podemos hacerles a los hijos a lo largo de sus vidas, especialmente cuando son menores de edad, son la educación, la disciplina, la rigurosidad y el respeto. Y eso, por mucho que lo reivindiquen, pateen o vociferen, es cosa del núcleo familiar y no de quienes tienen claramente definidas sus obligaciones, y que no son otras que abrirles el mundo desde las aulas y ponerles al día de los números y fórmulas a superar para entender su evolución.

El asunto de beber alcohol en la vía pública, supuestamente controlado por los textos legales que habilitan a los ayuntamientos y las fuerzas de seguridad del Estado para evitarlos, es evidente que no lo ha conseguido ninguna ciudad. Por el momento, a lo más que han llegado algunas ha sido a alejarlos cuanto más mejor del centro de las ciudades en donde no solo pueden ser vistos por el resto de la ciudadanía, sino para evitar el ruido propio que desprende semejante marabunta humana, especialmente cuando ha consumido el cargamento de alcohol transportado. Nuestro hospital podía (y quizá debiera) hacer públicos los casos que controla de excesos de alcohol en chicos y chicas de todas las edades. Puede que no sirviera de nada, pero al menos a nivel familiar se alertaría de tanto abuso de alcohol y drogas (porque las drogas se han hecho inseparables de las bebidas espirituosas), y algunos casos podrían evitarse con que solo pusieran un poco de interés en cómo se divierten sus hijos e hijas. Cualquier decisión es buena frente a callar hipócritamente.