No
seamos hipócritas, o al menos no lo parezcamos. La niña fallecida a
consecuencia de un coma etílico podía haber sido cualquier otra;
incluso de menor edad. Y es que los niños y las niñas hace años
que beben alcohol como si nada, y lo hacen especialmente cuando se
reúnen en grupos, en lo que conocemos como botellones. Por eso nada
de rasgarse las vestiduras y más dedicación a las obligaciones que
contraemos al mismo tiempo que engendramos a nuestros hijos, a los
que nos debemos hasta que vuelen del hogar compartido. El padre de la
niña se retrata en las crónicas periodísticas que hemos leído, y
lo hace diciendo que él ya lo había avisado otras veces, porque la
realidad es que su niña bebía regularmente. De hecho, no era la
primera vez que había llegado a casa bebida. Pero, ¿a quién avisó
este padre? ¿A la guardia civil, a la policía nacional, a la local?
¿A quién exactamente? Suponemos que más bien sería a los
servicios sociales de su ayuntamiento, que harían todo lo que
estuviera en su mano menos seguirla por las noches a controlarle la
vida, que ese detalle le corresponde a la familia. El primer
damnificado por este fallecimiento ha sido el jefe de la Policía
Local de San Martín de la Vega, la ciudad en donde residía, que ha
dimitido de su cargo porque entiende que era su responsabilidad
controlar la venta de alcohol a menores y el protocolo ha fallado y
las consecuencias funestas.
Perder
el norte en asunto de tanta importancia sería practicar la técnica
del avestruz y no es momento de dejar en manos de otras personas lo
que es exclusivamente competencia nuestra. Y decimos esto porque no
han faltado alrededor de esta noticia voces que han ligado los
excesos de los menores con la escuela, sobre las que cargan las armas
y quieren hacerlas directas y únicas responsables de tanta pérdida
de valores entre los niños y los jóvenes. Terrible error que
confirma una peligrosa deriva de la familia, de quitarse de encima
todo lo que le pueda suponer una carga de deberes extra, como si
educar a su prole fuera cosa exclusiva de los centros escolares. Se
nos olvida que los mejores regalos que podemos hacerles a los hijos a
lo largo de sus vidas, especialmente cuando son menores de edad, son
la educación, la disciplina, la rigurosidad y el respeto. Y eso, por
mucho que lo reivindiquen, pateen o vociferen, es cosa del núcleo
familiar y no de quienes tienen claramente definidas sus
obligaciones, y que no son otras que abrirles el mundo desde las
aulas y ponerles al día de los números y fórmulas a superar para
entender su evolución.
El
asunto de beber alcohol en la vía pública, supuestamente controlado
por los textos legales que habilitan a los ayuntamientos y las
fuerzas de seguridad del Estado para evitarlos, es evidente que no lo
ha conseguido ninguna ciudad. Por el momento, a lo más que han
llegado algunas ha sido a alejarlos cuanto más mejor del centro de
las ciudades en donde no solo pueden ser vistos por el resto de la
ciudadanía, sino para evitar el ruido propio que desprende semejante
marabunta humana, especialmente cuando ha consumido el cargamento de
alcohol transportado. Nuestro hospital podía (y quizá debiera)
hacer públicos los casos que controla de excesos de alcohol en
chicos y chicas de todas las edades. Puede que no sirviera de nada,
pero al menos a nivel familiar se alertaría de tanto abuso de
alcohol y drogas (porque las drogas se han hecho inseparables de las
bebidas espirituosas), y algunos casos podrían evitarse con que solo
pusieran un poco de interés en cómo se divierten sus hijos e hijas.
Cualquier decisión es buena frente a callar hipócritamente.