Las
rotondas siguen siendo una de las asignaturas pendientes de los
conductores. Por mucho que nos propongamos mostrar la realidad de un
sistema de circulación implantado especialmente en Europa con el
objetivo de evitar los enfrentamientos o cruces de vehículos en
plazas e intersecciones, el empecinamiento de algunos, el absoluto
convencimiento de otros y las pocas ganas de entender la fórmula de
la mayoría, mantienen las espadas en alto allí donde nos
encontremos una de ellas. De hecho, independientemente de su tamaño,
visibilidad y carriles, escasos son los que se sitúan en el carril
adecuado y se mantienen en él hasta la salida. En general, el uso
que hacemos de ellos es el que mejor nos viene en cada momento,
dándonos igual que sea el del lateral izquierdo, el derecho o el del
medio. Dejamos a un lado, suponemos que interesadamente, la
obligación que tenemos de circular por un carril sin salirnos de él
hasta que nos lo permita la circulación. Al contrario, lo habitual
es que entremos por uno y salgamos por otro, aunque con nuestra
maniobra obliguemos al que nos viene por la derecha, que es el que
circula correctamente, a pararse hasta que pase nuestro vehículo.
El
hecho es que las rotondas han sido la salida más airosa y menos
gravosa para las ya dañadas arcas municipales, que han evitado de
esta forma la colocación de juegos semafóricos y lo que representan
de gasto añadido en su mantenimiento y vigilancia. Allí donde había
un cruce o una intersección se construía una rotonda y todos tan
contentos. Si además le añadían una banda de reducción de
velocidad o sonora, mejor, porque así mataban a dos pájaros de un
tiro: la velocidad y la rotonda. Luego le añadieron en cada entrada
una señal de ceda el paso, que por cierto nadie respeta, y trabajo
terminado. Se les olvidó, y en eso estaremos todos de acuerdo, de
enseñarnos cómo utilizarlas y de ahí las consecuencias que ahora
sufrimos. Así, tuvimos que aceptar algo que para nosotros era
desconocido, como no tener la obligación de ceder el paso a la
derecha y solo respetar la preferencia del vehículo que está dentro
de la rotonda. Entre tanta complicación y falta de información, con
más peligro del que esperábamos, las rotondas se han convertido en
un problema para el tráfico ciudadano y en la acumulación de la
accidentalidad por alcance que estamos convencidos nadie preveía
cuando se implantaron.
Hoy
todas hacen su trabajo distribuyendo los vehículos que llegan a
ellas desde todas las direcciones, pero siempre con peligro. Y todo
porque la mayoría de nosotros, los usuarios, no respetamos ni
preferencias ni carriles. Naturalmente, los que se creen con derechos
sobre los demás, actúan de forma que no permiten ningún tipo de
preferencias o decisiones que les puedan molestar o entorpecer su
camino, porque entonces es cuando comprobamos que en educación
cívica hemos andado muy poco, que lo recorrido ha sido escaso y que
de nuestra etapa en la autoescuela no guardamos recuerdos, ni buenos
ni malos. Sencillamente entramos y salimos de ellas como si fueran de
nuestra propiedad, no atendemos a las señales de ceda el paso y
participamos activamente en el aumento de la peligrosidad porque
queremos imponer preferencias que no tenemos. Las rotondas, con todo,
tienen un funcionamiento elemental: solo hay que circular por el
carril que vamos a seguir mientras nos mantengamos en ella y solo
cuando no venga nadie por nuestro carril derecho, encender la
intermitencia y avisar de nuestra incorporación al otro carril. Lo
de circular por el carril interior y salirnos hacia el de la derecha
porque es más fácil no está permitido. Por lo tanto, de las
consecuencias que se deriven de nuestra maniobra tendremos que
defendernos y, finalmente, la compañía de seguros abonar lo que
hemos roto. Es así de sencillo.