
Desde hace unos años, los problemas de los escolares
han variado enormemente, y aunque el acoso escolar ha existido desde siempre,
la realidad es que nunca como en los tiempos que corren hemos tenido
oportunidad de aproximarnos a él de la forma tan real y grave que lo hacemos ahora.
Las noticias que compartimos sobre los suicidios de escolares, que
posteriormente conocemos que la decisión de quitarse la vida se debe
precisamente al acoso de sus compañeros de clase, a sus vejaciones, a sus
presiones, a sus menosprecios públicos, cuando no a las palizas a las que los
sometieron a lo largo del tiempo compartido con ellos. Llegar a esta
conclusión, luego de los análisis propios que suelen realizar los especialistas
en el esclarecimiento del caso, es la de un fracaso en toda regla, un fracaso a
compartir entre la totalidad de la sociedad, que no ha sido capaz de controlar
este tipo de aberrantes excesos; de la familia, porque en una gran mayoría de
los casos ni quiere ni tiene intención de conocer a sus hijos, saber de sus
vicios, de sus inclinaciones, de sus gustos y problemas; a la autoridad
educativa, que no siempre ha sido capaz de controlar este tipo de situaciones y
comportamientos y a veces incluso hasta mira para otro lado cuando se están
produciendo las agresiones, y finalmente el sistema judicial, que hace aguas en
el momento que delante del tribunal se sitúa un menor, para el que no tiene
recursos ni forma de encontrar soluciones. Si acaso, el juez granadino de
menores señor Calatayud, que se ha hecho famoso gracias a sus originales y
extrañas condenas, es el que por el momento acapara el interés de los adultos,
y que conste que no todos están de acuerdo con su peculiar manera de
enjuiciarlos.
Pese a quien pese, no obstante, el problema, que lo es
y de los gordos, del acoso escolar, además de la responsabilidad propia e
intransferible del centro escolar, tiene sus raíces en el núcleo familiar y
precisamente por la dejadez de obligaciones que generalmente practica. Los
padres están obligados, en conexión directa y fluida con el colegio de sus
hijos, a mantener un exhaustivo seguimiento del comportamiento que muestran en
la jornada escolar y cuál es su relación con el resto de compañeros. Unos, porque son acosadores; otros, porque tienen un hijo que lo padece.
Justificarse argumentando que les falta tiempo,
que sus obligaciones laborales no les permiten dedicarse a saber de sus
hijos (expresión que suele ser muy recurrente entre los miembros adultos de la
familia), además de no aceptarlas por injustificables, no les exime de responsabilidad.
En cuanto a las escuelas e institutos, es evidente que el sistema falla desde
el inicio, justo en el momento que en el que el profesor no valora la situación
como realmente merece e inicia el expediente de seguimiento que demanda el
acoso. De hecho, de entre las quejas más extendidas entre los menores y las
familias, aunque ciertamente no todas han podido ser justificadas, son las que
aseguran que en el centro escolar no hacían caso a la demanda de ayuda de su
hijo o hija, especialmente en los descansos entre clases, que es cuando los
abusones suelen desarrollar sus programas de presión al escolar más accesible.
Sin embargo, repetimos, nos encontramos ante un serio
problema para el que los técnicos y profesionales obligados a controlarlo y
erradicarlo siguen eludiendo su responsabilidad ante la expectación y
preocupación social generada. Es más, tanto las familias como la comunidad
educativa aceptarían de buena gana los reglamentos, normas y leyes que se
implantasen con este objetivo. La clase política, que parece no tener interés
alguno sobre el acoso escolar, tiene sin embargo la ineludible obligación de
cercar el fenómeno y de dictar las leyes que lo palíen o eliminen. Y en modo
urgente.