Cierto que las cosas no
siempre son tan sencillas como parecen, o nos parecen, porque recordemos que
somos nosotros, desde la calle, los que juzgamos y firmamos sentencias. De
hecho, lo de emitir juicios de valor es algo que no llevamos mal del todo por
no decir que somos especialilstas; nos encanta decidir por los demás, y desde
luego que cuando un asunto o persona cae en nuestras manos, no tardamos en
llegar a conclusiones y, consecuentemente, a dejar claras nuestras intenciones.
Sin embargo, no siempre es tan sencillo y, al tiempo de caer en el error de
decidir por los demás, no siempre sale gratis nuestro comportamiento, porque
recordemos que por medio hay personas que no solo se representan a sí mismas,
sino que tienen familia, futuro, sueños, ilusiones y proyectos que compartir
con los suyos, como cualquiera de nosotros. Eso de llegar y echar por tierra
toda una vida de dedicación y esfuerzo porque, según nuestra opinión, haya
cometido supuestamente un error o por envidia, en muchos casos representa la
pérdida de los valores habituales que nos acompañan, como sería la confianza,
la credibilidad y el cariño de los demás. Lo sencillo, no obstante, es asegurar
que éste o aquél es esto o aquello, o que quien era un ejemplo ahora es todo lo
contrario. Eso sí, sin aportar pruebas, sin apoyarnos en sentencia judicial
alguna y sin conocer en realidad a la persona y menos al asunto por el que lo
criminalizamos. De hecho, entre nosotros, socialmente hablando, como tengas la
mala suerte de caer en lengua de quienes tienen la fea costumbre de enjuiciar
sin más, de echarte encima su bilis porque desde fuera se te ve con algo de
brillo, como un triunfador, con un poco más de suerte que ellos o ellas, estás irremediablemente
perdido.
Que la envidia es muy mala
para todo, que no conduce nada más que al sufrimiento personal, que te quita el
sueño y que desde luego no te hace más feliz, es algo conocido, compartido en
tertulias familiares y que forma parte de un vicio del que huye la gente de
bien. Por todo esto, cuando alguien te diga que te cuides ante los demás cuando
de presumir se trate, tenlo en cuenta porque te la estás jugando. Gritar al
mundo que uno es feliz supone para el que recibe el mensaje algo parecido a que
se lo lleven los demonios, porque no soporta de ninguna de las maneras que el
otro o los otros hayan conseguido la felicidad mientras ellos aún andan en su
búsqueda. Cuidar el detalle del coche nuevo, de si tienes o no segunda
vivienda, dónde vas de vacaciones, la ostentación que hagas en la calle de tus
posibilidades económicas y otros conceptos a tener en cuenta, es como hacerte
demasiado visible, demasiado vulnerable, y es entonces cuando se inicia el
camino hacia el desprestigio, a menospreciarte como persona, a cuestionar tu
supuesta fortuna, que no tardará en ser relacionada por cierto con la droga o
cualquier otro negocio sucio. Y lo peor de todo este desagradable asunto es que
el protagonista de la historia, el vilipendiado y vapuleado públicamente, es el
último que se entera. Es más, cuando por fin le toma la medida al bulo, cuando
se conciencia de la importancia que ha adquirido lo que se inició como un
chisme absurdo, es cuando de verdad asume la importancia y la trascendencia que
tienen las habladurías de sus propios vecinos.
Entre nosotros, quizás hartos
de tanta pérdida de tiempo en saber cómo les va la vida a los demás, muchos
decidieron en su día cambiar de residencia y solo vienen a visitarnos cuando la
ocasión lo merece. Y lo peor es que, encima, nos extrañamos de que en su
momento tomaran tan drástica decisión. Sin
embargo, recordemos que algunos, o lo hacían o estaban abocados al fracaso
familiar cuando no a situaciones mucho más trascendentes. Por eso, por favor, antes
de meternos donde no nos han llamado, mejor nos lo pensamos.