Eso sí, somos consumidores
natos de todo lo que nos viene de fuera, es decir, que adquirimos lo que aquí
producimos y que nos llega por diferentes canales de distribución desde
factorías que los manipulan, los empaquetan y los envuelven en papel de celofán
y mucho colorido. Pero son nuestras zanahorias, nuestras acelgas o nuestros
pimientos y nuestras alcachofas. Y lo mismo ocurre con las prendas de ropa de
algodón que enviamos sin ni siquiera desmotar. Naturalmente, lo del precio es
harina de otro costal, ya que es ahí donde de verdad se pierde el dinero
invertido por parte del agricultor en la obtención del fruto sembrado. Sin ir más
lejos, la semana pasada conocimos la noticia de que un agricultor manchego,
harto de ser esquilmado por las multinacionales, decidió dejar sin recoger las
patatas sembradas porque le pagaban el kilo metido en sacos a cero cinco
céntimos. Se dijo a sí mismo y luego lo hizo saber al mundo que para vivir de
rodillas más le valía morir sentado. Solo los colectivos que han podido
imponerse al ímpetu, cuando no chantaje, de las grandes empresas o centrales de
compras, han salido adelante no sin problemas, pero la realidad en la que se
desenvuelven hoy no tiene parangón con cualquiera de las conocidas
anteriormente.
Evidentemente, no conocemos la
fórmula ni tan siquiera si es viable lo de abrir canales de venta de forma particular por
parte de los gremios que actualmente dependen de otros mercados, pero sí que el
Ministerio de Agricultura también debía independizarse de los “lobbies” que lo
manejan y dedicarse a mejorar la vida de las gentes del campo. Eso y controlar
férreamente a quienes, con el esfuerzo del productor, obtienen sus grandes beneficios, ya que por el momento son ellos
los que en realidad controlan las producciones de la totalidad del país y
quienes ponen los precios en origen.